COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL
LA ESPERANZA DE SALVACIÓN
PARA LOS NIÑOS QUE MUEREN SIN BAUTISMO*
El tema del destino de los niños que
mueren sin haber recibido el Bautismo ha sido afrontado teniendo en cuenta el
principio de la jerarquía de las verdades, en el contexto del designio salvador
universal de Dios, de la unicidad y el carácter insuperable de la mediación de
Cristo, de la sacramentalidad de la Iglesia en orden a la salvación y de la
realidad del pecado original. En la situación actual de relativismo cultural
y de pluralismo religioso, el número de niños no bautizados aumenta de manera
considerable. En esta situación se hace más urgente la reflexión sobre la
posibilidad de salvación para estos niños. La Iglesia es consciente de que
esta salvación se puede alcanzar únicamente en Cristo por medio del Espíritu.
Pero no puede renunciar a reflexionar, en cuanto madre y maestra, acerca del
destino de todos los seres humanos creados a imagen de Dios y, de manera
particular, de los más débiles y de aquellos que todavía no tienen el uso de la
razón y de la libertad.
Es sabido que la enseñanza tradicional
recurría a la teoría del limbo, entendido como un estado en el que las almas de
los niños que mueren sin bautismo no merecen el premio de la visión beatífica,
a causa del pecado original, pero no sufren ningún castigo, ya que no han cometido
pecados personales. Esta teoría, elaborada por los teólogos a partir de la Edad
Media, nunca ha entrado en las definiciones dogmáticas del Magisterio, aunque
el mismo Magisterio la ha mencionado en su enseñanza hasta el concilio Vaticano
II. Sigue siendo por tanto una hipótesis
teológica posible. No obstante, en el Catecismo de la Iglesia
Católica (1992) la teoría del limbo no se menciona; se enseña por el
contrario que, en cuanto a los niños muertos sin el bautismo, la Iglesia no
puede más que confiarlos a la misericordia de Dios, como se hace precisamente
en el ritual de las exequias previsto específicamente para ellos. El principio
según el cual Dios quiere la salvación de todos los seres humanos permite
esperar que haya una vía de salvación para los niños muertos sin bautismo (cf. Catecismo de la Iglesia
Católica, n. 1261). Esta
afirmación invita a la reflexión teológica a encontrar una conexión lógica y
coherente entre diversos enunciados de la fe católica: la voluntad salvífica
universal de Dios / la unicidad de la mediación de Cristo / la necesidad del
bautismo para la salvación / la acción universal de la gracia en relación con
los sacramentos / la ligazón entre pecado original y privación de la visión
beatífica / la creación del ser humano «en Cristo».
La conclusión del estudio es que hay
razones teológicas y litúrgicas para motivar la esperanza de que los niños
muertos sin Bautismo puedan ser salvados e introducidos en la felicidad eterna,
aunque no haya una enseñanza explícita de la Revelación sobre este
problema. Ninguna de las consideraciones que el texto propone para motivar una
nueva aproximación a la cuestión puede ser utilizada para negar la necesidad
del bautismo ni para retrasar su administración. Más bien hay razones para
esperar que Dios salvará a estos niños ya que no se ha podido hacer por ellos
lo que se hubiera deseado hacer, es decir, bautizarlos en la fe de la Iglesia e
insertarlos visiblemente en el Cuerpo de Cristo.
Para terminar, una observación de carácter
metodológico. El tratamiento de este tema se justifica dentro del desarrollo
de la historia de la inteligencia de la fe de la que habla la constitución Dei
Verbum (n. 8), y cuyos factores
son la reflexión y el estudio de los creyentes, la experiencia de las cosas
espirituales y la predicación del Magisterio. Cuando en la historia del
pensamiento cristiano se ha comenzado a suscitar la pregunta sobre la suerte
de los niños muertos sin bautismo tal vez no se conocía exactamente la
naturaleza y todo el alcance doctrinal implícito en esta cuestión. Solamente en
el desarrollo histórico y teológico que ha tenido lugar en el curso de los
siglos y hasta el concilio Vaticano II se ha caído en la cuenta de que esta
pregunta específica debía ser considerada en un horizonte cada vez más amplio
de las doctrinas de fe, y que el problema puede ser repensado poniendo en
relación explícita el punto en cuestión con el contexto global de la fe
católica y observando el principio de la jerarquía de las verdades mencionado
en el decreto Unitatis
redintegratio del concilio
Vaticano II. El documento, tanto desde el punto de vista teológico-especulativo
como práctico-pastoral, constituye un instrumento explicativo, útil y eficaz
para la comprensión y la profundización de esta problemática, que no es solamente
doctrinal, sino que va al encuentro de urgencias pastorales de no poca
relevancia.
Introducción
1. San Pedro exhorta a los cristianos a
estar siempre preparados para dar razón de la esperanza que hay en ellos (cf. 1
Pe 3,15-16)[1]. Este documento trata del tema de la
esperanza que los cristianos pueden tener acerca de la salvación de los niños
que mueren sin haber recibido el Bautismo. Explica cómo se ha desarrollado
esta esperanza en los últimos decenios y en qué base se apoya, de tal manera
que se pueda dar razón de ella. Aunque a primera vista este tema puede parecer
marginal respecto a otras preocupaciones teológicas, cuestiones muy profundas
y complejas se encuentran implicadas en el desarrollo del mismo; urgentes
necesidades pastorales hacen necesaria esta explicación.
2. En nuestros tiempos crece sensiblemente
el número de niños que mueren sin haber sido bautizados. En parte porque los
padres, influenciados por el relativismo cultural y por el pluralismo religioso,
no son practicantes, en parte también como consecuencia de la
fertilización in vitro y del aborto. A causa de estos fenómenos
el interrogante acerca del destino de estos niños se plantea con nueva
urgencia. En una situación como ésta las vías a través de las cuales se puede
alcanzar la salvación aparecen más complejas y problemáticas. La Iglesia, que
custodia fielmente los caminos de la salvación, sabe que ésta sólo se puede
alcanzar en Cristo mediante el Espíritu Santo. Pero en cuanto madre y maestra
no puede renunciar a reflexionar sobre la suerte de todos los seres humanos,
creados a imagen de Dios[2], en particular de los más débiles. Los
adultos, dotados de razón, conciencia y libertad, son responsables de su propio
destino en cuanto aceptan o rechazan la gracia de Dios. Pero los niños, que no
tienen todavía el uso de la razón, la conciencia y la libertad, no pueden
decidir por sí mismos. Los padres experimentan un gran dolor y sentimientos de
culpa cuando no tienen la certeza moral de la salvación de sus hijos, y las
personas encuentran cada vez más difícil aceptar que Dios sea justo y misericordioso
si excluye a los niños, que no han pecado personalmente, de la salvación
eterna, sean cristianos o no. Desde un punto de vista teológico, el desarrollo
de una teología de la esperanza y de una eclesiología de la comunión,
juntamente con el reconocimiento de la grandeza de la misericordia de Dios,
cuestionan una interpretación excesivamente restrictiva de la salvación. De
hecho la voluntad salvífica universal de Dios y la mediación de Cristo,
igualmente universal, hacen que se juzgue inadecuada cualquier concepción
teológica que en último término ponga en duda la omnipotencia de Dios y, en especial,
su misericordia.
3. La teoría del limbo, a la que ha
recurrido la Iglesia durante muchos siglos para hablar de la suerte de los
niños que mueren sin Bautismo, no encuentra ningún fundamento explícito en la
revelación, aunque haya entrado desde hace mucho tiempo en la enseñanza
teológica tradicional. Además, la idea de que los niños que mueren sin bautismo
se encuentren privados de la visión beatífica, idea que ha sido considerada
durante tanto tiempo doctrina común de la Iglesia, suscita numerosos problemas
pastorales, hasta tal punto que muchos pastores de almas han pedido una
reflexión más profunda sobre los caminos de la salvación. La reconsideración
necesaria de estas cuestiones teológicas no puede ignorar las consecuencias
trágicas del pecado original. El pecado original comporta un estado de separación
de Cristo que excluye la posibilidad de la visión de Dios para aquellos que
mueren en este estado.
4. Reflexionando sobre el tema del destino
de los niños que mueren sin bautismo, la comunidad eclesial debe tener
presente el hecho de que Dios, propiamente, es más el sujeto que el objeto de
la teología. La primera tarea de la teología es por tanto la escucha de la
palabra de Dios. La teología escucha la palabra de Dios, contenida en la
Escritura, para comunicarla con amor a todos los hombres. No obstante, acerca
de la salvación de los que mueren sin Bautismo, la palabra de Dios dice muy
poco o nada. Es necesario por tanto interpretar el silencio de la Escritura
sobre este tema a la luz de los textos que tratan del designio universal de
salvación y de los caminos de la misma. En resumen, el problema, tanto para la
teología como para la pastoral, es cómo salvaguardar y armonizar dos grupos de
afirmaciones bíblicas: las que se refieren a la voluntad salvífica universal
de Dios (cf. 1 Tm 2,4), y las que conciernen a la necesidad del Bautismo
como la vía para ser liberados del pecado y conformados con Cristo (cf. Mc
16,16; Mt 28,18-19).
5. En segundo lugar, teniendo presente el
principio lex orandi, lex credendi, la comunidad cristiana tiene en
cuenta que no hay ninguna mención del limbo en la liturgia. Ésta comprende la
fiesta de los Santos Inocentes, venerados como mártires, aunque no habían sido
bautizados, porque fueron muertos «por Cristo»[3]. Ha habido un importante desarrollo
litúrgico con la introducción de los funerales por los niños muertos sin
bautismo. No rezamos por los condenados. El Misal Romano de 1970
introdujo una misa funeral por los niños no bautizados cuyos padres deseaban
presentarlos para el Bautismo. La Iglesia confía a la misericordia de Dios a
los niños que mueren sin Bautismo. En la Instrucción sobre el Bautismo de
los niños de 1980 la Congregación para la Doctrina de la Fe ha reafirmado
que «en cuanto a los niños muertos sin Bautismo la Iglesia sólo los puede
confiar a la misericordia de Dios, como hace en el rito de los funerales por
ellos»[4]. El Catecismo de la Iglesia Católica
(1992) añade que «la gran misericordia de Dios, que quiere que todos los
hombres se salven (1 Tm 2,4) y la ternura de Jesús con los niños, que le
hizo decir: “Dejad que los niños se acerquen a mí, no se lo impidáis ” (Mc
10,14), nos permiten confiar en que haya un camino de salvación para los niños
muertos sin Bautismo»[5].
6. En tercer lugar, la Iglesia no puede
dejar de estimular la esperanza de la salvación para los niños muertos sin
Bautismo por el hecho que ella «ruega para que nadie se pierda»[6], y ruega en la esperanza de que «todos
los hombres se salven»[7]. A la luz de una antropología de la
solidaridad[8], reforzada por una comprensión eclesial
de la personalidad corporativa, la Iglesia reconoce la ayuda que puede dar la
fe de los creyentes. El evangelio de Marcos narra precisamente un episodio en
el que la fe de algunos ha sido eficaz para la salvación de otra persona (cf. Mc
2,5). Aun siendo bien consciente de que el medio normal para alcanzar la
salvación en Cristo es el Bautismo in re, la Iglesia espera que existan
otras vías para conseguir el mismo fin. Puesto que, por su encarnación, el Hijo
de Dios «se ha unido en un cierto modo» a todo ser humano, y puesto que Cristo
ha muerto por todos y «la vocación última del hombre es efectivamente una
sola, la divina», la Iglesia sostiene que «el Espíritu Santo ofrece a todos la
posibilidad de ser asociados, del modo que Dios conoce, al misterio pascual[9]» (Gaudium et spes 22).
7. Finalmente, al reflexionar
teológicamente sobre la salvación de los niños que mueren sin Bautismo, la
Iglesia respeta la jerarquía de las verdades y por tanto empieza por reafirmar
claramente el primado de Cristo y de su gracia, que tiene prioridad sobre Adán
y el pecado. Cristo, en su existencia por nosotros y en el poder redentor de su
sacrificio, ha muerto y resucitado por todos. Con toda su vida y su enseñanza
ha revelado la paternidad de Dios y su amor universal. Si la necesidad del bautismo
es de fide, la tradición y los documentos del Magisterio que han
reafirmado esta necesidad tienen que ser interpretados. Es verdad que la
voluntad salvífica universal de Dios no se opone a la necesidad del bautismo,
pero también es verdad que los niños no oponen ningún obstáculo personal a la
acción de la gracia redentora. Por otra parte el bautismo se administra a los
niños, que están libres de pecados personales, no sólo para liberarlos del
pecado original, sino también para insertarlos en la comunión de salvación que
es la Iglesia, por medio de la comunión en la muerte y resurrección de Cristo
(cf. Rom 6,1-7). La gracia es totalmente gratuita en cuanto es siempre
puro don de Dios. La condenación, por el contrario, es merecida, porque es la
consecuencia de la libre elección humana[10]. El niño que muere después de haber sido
bautizado es salvado por la gracia de Cristo mediante la intercesión de la
Iglesia, incluso sin su cooperación. Nos podemos preguntar si el niño que
muere sin Bautismo, pero por el cual la Iglesia expresa en su oración el deseo
de salvación, puede ser privado de la visión de Dios sin su cooperación.
1. «Historia quaestionis»
Historia y hermenéutica de la enseñanza católica
1.1 Fundamentos bíblicos
8. Una investigación teológica rigurosa
debe partir de un estudio de los fundamentos bíblicos de cualquier doctrina o
praxis eclesial. Por consiguiente, por lo que se refiere a nuestro tema, nos
tenemos que preguntar si la Sagrada Escritura trata de un modo u otro la
cuestión del destino de los niños no bautizados. Una mirada rápida al Nuevo
Testamento pone de manifiesto que las primeras comunidades cristianas todavía
no se confrontaron con la cuestión de si los niños que habían muerto sin Bautismo
podían recibir la salvación de Dios. Cuando en el Nuevo Testamento se menciona
la praxis del Bautismo en general se hace referencia al bautismo de los
adultos. Pero los datos del Nuevo Testamento no excluyen la posibilidad de que
también los niños fueran bautizados. Cuando en los Hechos de los Apóstoles
16,15 y 33 (cf. 18,8) y en 1 Cor 1,16 se habla de familias (oikos)
que reciben el Bautismo, es posible que los niños hayan sido bautizados
juntamente con los adultos. La ausencia de referencias explícitas se puede
explicar por el hecho de que los escritos del Nuevo Testamento se preocupan
sobre todo de la difusión inicial del cristianismo en el mundo.
9. La ausencia de una enseñanza explícita
en el Nuevo Testamento sobre el destino de los niños no bautizados no significa
que la discusión teológica acerca de esta cuestión no esté basada en diversas
doctrinas bíblicas fundamentales. Entre éstas se incluyen:
(I) La voluntad de Dios de salvar a todos
(cf. Gn 3,15; 22,18; 1 Tm 2,3-6), mediante la victoria de
Jesucristo sobre el pecado y la muerte (cf. Ef 1,20-22; Flp
2,7-11; Rom 14,9; 1 Cor 15,20-28).
(II) La pecaminosidad universal de los
seres humanos (cf. Gn 6,5-6; 8,21; 1 Re 8,46; Sal 130,3),
y el hecho de que desde Adán han nacido en el pecado (cf. Sal 51,7; Sir 25,24)
y que por tanto están destinados a la muerte (cf. Rom 5,12; 1 Cor
15,22).
(III) La necesidad para la salvación, por
una parte, de la fe del creyente (cf. Rom 1,16), y, por otra, del
Bautismo (cf. Mc 16,16; Mt 28,19; Hch 2,40-41; 16,30-33),
y de la Eucaristía (cf. Jn 6,53) administrados por la Iglesia.
(IV) La esperanza cristiana supera
completamente la esperanza humana (cf. Rom 4,18-21); la esperanza
cristiana es que el Dios vivo, el Salvador de toda la humanidad (cf. 1 Tm
4,10) hará a todos partícipes de su gloria y que todos vivirán con Cristo (cf. 1
Tes 5,9-11; Rom 8,2-5.23.25); los cristianos deben estar siempre
dispuestos a dar razón de la esperanza que hay en ellos (cf. 1 Pe 3,15).
(V) La Iglesia tiene que hacer «plegarias,
oraciones y súplicas… por todos» (1 Tm 2,1-8), fundada en la fe en que
para la potencia creadora de Dios «nada es imposible» (Job 42,2; Mc
10,27; 12,24.27; Lc 1,37), y en la esperanza de que la creación entera
participará finalmente en la gloria de Dios (cf. Rom 8,22-27).
10. Parece que existe una tensión entre
dos de las doctrinas bíblicas que acabamos de mencionar: la voluntad salvífica
universal de Dios por una parte, y la necesidad del Bautismo sacramental por
otra. Esta última parece limitar la extensión de la voluntad salvífica
universal de Dios. Se hace por tanto necesaria una reflexión hermenéutica
acerca de cómo los testimonios de la Tradición (los Padres de la Iglesia, el
Magisterio, los teólogos) han leído y utilizado los textos y las doctrinas de
la Biblia que se refieren al tema que aquí se trata. Más específicamente, es
necesario aclarar de qué tipo es la «necesidad» del sacramento del bautismo
para evitar interpretaciones erradas. La necesidad del bautismo sacramental es
una necesidad de segundo orden respecto a la necesidad absoluta de la acción
salvadora de Dios por medio de Jesucristo para la salvación definitiva de todo
ser humano. El Bautismo sacramental es necesario, porque es el medio ordinario
mediante el cual una persona participa de los efectos benéficos de la muerte y
resurrección de Jesús. A continuación observaremos con atención cómo los
testimonios de la Escritura han sido usados en la tradición. Además, al tratar
los principios teológicos (capítulo 2) y nuestras razones para la esperanza
(capítulo 3), analizaremos detalladamente las doctrinas bíblicas y los textos
correspondientes.
1.2 Los Padres griegos
11. Muy pocos Padres griegos han tratado
del destino de los niños que mueren sin Bautismo, puesto que en Oriente no
había controversia alguna acerca de esta cuestión. Tenían además una visión
distinta de la condición presente de la humanidad. Para los Padres griegos,
como consecuencia del pecado de Adán, los seres humanos han heredado la
corrupción, la pasibilidad y la muerte, de las cuales podían ser liberados por
un proceso de divinización hecho posible por la obra redentora de Cristo. La
idea de una herencia del pecado o de la culpa, común en la tradición
occidental, era extraña a esa perspectiva pues, según su concepción, el pecado
podía ser sólo un acto libre y personal[11]. Por ello no son muchos los Padres
griegos que tratan explícitamente del problema de la salvación de los niños no
bautizados. Pero no obstante se han referido al estado o situación –pero no al
lugar– de estos niños después de la muerte. Desde este punto de vista, el
problema principal al que se enfrentan es la tensión entre la voluntad
salvífica universal de Dios y la enseñanza del evangelio sobre la necesidad del
Bautismo. Pseudo-Atanasio dice claramente que una persona no bautizada no
puede entrar en el Reino de Dios. Sostiene además que los niños no bautizados
no entrarán en el Reino, pero que tampoco se perderán, ya que no han pecado[12]. Anastasio del Sinaí lo afirma de manera
todavía más clara: para él, los niños no bautizados no van a la Gehenna. Pero
no puede decir más; no expresa ninguna opinión sobre adónde van, sino que deja
su destino al juicio de Dios[13].
12. Gregorio de Nisa es el único entre los
Padres griegos que ha escrito una obra que trata específicamente del destino
de los niños que mueren, De infantibus praemature abreptis libellum [14]. La preocupación de la Iglesia aparece en la cuestión que se
plantea a sí mismo: el destino de estos niños es un misterio, «es algo más
grande de lo que la mente humana puede abarcar»[15]. Gregorio expresa su opinión en relación
con la virtud y su recompensa; en su opinión no hay ninguna razón para que Dios
conceda como recompensa lo que se espera. La virtud no tiene ningún valor si
los que dejan esta vida prematuramente sin haberla practicado son recibidos
inmediatamente en la bienaventuranza. Continuando en esta línea Gregorio se
pregunta: «¿Qué sucederá a aquel que acaba su vida en una tierna edad, que no
ha hecho nada malo ni nada bueno? ¿Es digno de un premio?»[16]. Y responde: «La bienaventuranza
esperada pertenece a los seres humanos por naturaleza, y solamente en un cierto
sentido es llamada premio»[17]. El gozo de la vida verdadera (zoe
y no bios) corresponde a la naturaleza humana y es poseído según el
grado en que se ha practicado la virtud. Puesto que el niño inocente no necesita
purificación por los pecados personales, tiene parte en esta vida de manera
correspondiente a su naturaleza, en una suerte de progreso continuado, según su
capacidad. Gregorio de Nisa hace una distinción entre el destino de los niños
y el de los adultos que han vivido una existencia virtuosa: «La muerte
prematura de los niños recién nacidos no es motivo para presuponer que sufrirán
tormentos o que estarán en el mismo estado de los que en esta vida han sido
purificados por todas las virtudes»[18]. Por último ofrece esta perspectiva a la
reflexión de la Iglesia: «La contemplación apostólica da fuerzas a nuestra
investigación, porque Aquel que ha hecho bien todas las cosas con sabiduría (Sal
104,24) sabe sacar bien del mal»[19].
13. Gregorio Nacianceno no dice nada
acerca del lugar y del estado de los niños que mueren sin bautismo, pero amplía
este tema añadiendo otra reflexión. Escribe que estos niños no reciben ni alabanza
ni castigo del Justo Juez, en cuanto han sufrido un daño más que provocarlo.
«El que no merece castigo no es por esto merecedor de alabanza, y el que no
merece alabanza no es por esto merecedor de castigo»[20]. La profunda enseñanza de los Padres
griegos puede ser resumida en la opinión de Anastasio del Sinaí: «No es
conveniente que el hombre compruebe con sus manos los juicios de Dios»[21].
14. Por una parte estos Padres griegos
enseñan que los niños que mueren sin bautismo no sufren la condenación eterna,
aunque no consigan el mismo estado de los que han sido bautizados. Por otra
parte no explican cuál es el estado de estos niños o en qué lugar se
encuentran. En este asunto los Padres griegos muestran su típica sensibilidad
apofática.
1.3. Los Padres latinos
15. El destino de los niños no bautizados
fue por vez primera el objeto de una reflexión teológica notable en Occidente
durante las controversias antipelagianas al comienzo del siglo V. San Agustín
abordó la cuestión en respuesta a Pelagio, el cual enseñaba que los niños
podían salvarse sin ser bautizados. Pelagio ponía en duda que la carta de
Pablo a los Romanos enseñase realmente que todos los seres humanos pecaron «en
Adán» (Rom 5,12), y que la concupiscencia, el sufrimiento y la muerte fueran
consecuencia de la caída[22]. Puesto que negaba que el pecado de Adán
se hubiera trasmitido a sus descendientes, consideraba inocentes a los niños
recién nacidos. A los niños muertos sin bautismo Pelagio les prometía la
entrada en la «vida eterna» (pero no en el «reino de Dios» [Jn 3,5]),
argumentando que Dios no iba a condenar al infierno a los que no eran
personalmente culpables de pecado[23].
16. En la oposición a Pelagio, Agustín fue
llevado a afirmar que los niños que mueren sin bautismo van al infierno[24]. Se remitía a las palabras del Señor en Jn
3,5 y a la práctica litúrgica de la Iglesia. ¿Por qué los niños son llevados a
la fuente bautismal, especialmente los recién nacidos en peligro de muerte, si
no es para asegurarles la entrada en el Reino de Dios? ¿Por qué se les somete a
los exorcismos si no tienen que ser liberados del diablo[25]? ¿Por qué renacen si no necesitan ser
renovados? La práctica litúrgica confirma la fe de la Iglesia en que todos
heredan el pecado de Adán y tienen que pasar del poder de las tinieblas al
reino de la luz (Col 1,13)[26]. Hay solamente un Bautismo, el mismo para
niños y adultos, y éste es para el perdón de los pecados[27]. Si los niños son bautizados, es porque
son pecadores. Aunque evidentemente no son culpables de pecado personal, según Rom
5,12 (en la traducción latina de que disponía Agustín), han pecado «en Adán»[28]. «¿Por qué murió Cristo por ellos si no
son culpables?»[29]. Todos necesitan a Cristo como Salvador.
17. Según la opinión de Agustín, Pelagio
minaba la fe en Jesucristo, el único Mediador (1 Tm 2,5), y la fe en la
necesidad de la gracia salvadora que nos mereció en la cruz. Cristo vino para
salvar a los pecadores. Es el «Gran Médico» que ofrece incluso a los recién
nacidos la medicina del Bautismo para salvarlos del pecado heredado de Adán[30]. El único remedio para el pecado de Adán,
transmitido a todos a través de la generación, es el Bautismo. Los que no han
sido bautizados no pueden entrar en el Reino de Dios. El día del juicio, los
que no entrarán en el Reino (Mt 25,34) serán condenados al infierno (Mt
25,41). No hay un «estado intermedio» entre el cielo y el infierno. «No queda
ningún lugar intermedio en el que tú puedas poner a los niños»[31]. Todo aquel «que no está con Cristo debe
estar con el diablo»[32].
18. Dios es justo. Si condena al infierno
a los niños no bautizados es porque son pecadores. Aunque estos niños sean
castigados en el infierno, sufrirán solamente un «castigo muy suave» (mitissima
poena)[33], «la pena más leve de todas»[34], pues hay diversas penas en proporción
con la culpa del pecador[35]. Estos niños no eran responsables, pero
no hay injusticia en su condena porque todos pertenecen a «la misma masa», la
masa destinada a la perdición. Dios no hace injusticia a los que no son
elegidos, porque todos merecen el infierno[36]. ¿Por qué algunos son vasos de ira y
otros vasos de misericordia? Agustín admite que «no puede encontrar una
explicación satisfactoria y adecuada». Puede solamente exclamar con San Pablo:
«Qué inescrutables son los juicios de Dios e inaccesibles sus caminos» (Rom
11,33)[37]. Más que condenar la autoridad divina, da
una explicación restrictiva de la voluntad salvífica universal de Dios[38]. La Iglesia cree que si alguno es
redimido, es sólo por la gracia inmerecida de Dios. Pero si alguno es
condenado, es por un juicio bien merecido. Descubriremos en el otro mundo la
justicia de la voluntad de Dios[39].
19. El Concilio de Cartago del año 418
rechazó la enseñanza de Pelagio. Condenó la opinión de que los niños «no
contraen de Adán nada del pecado original que deba ser expiado por el baño de
la regeneración que lleva a la vida eterna». Positivamente el Concilio enseña
que «aun los niños que todavía no pudieron cometer ningún pecado por sí
mismos, son verdaderamente bautizados para la remisión de los pecados, a fin de
que por la regeneración se limpie en ellos lo que por la generación
contrajeron»[40]. Se añadió también que no existe «algún
lugar intermedio o lugar alguno en otra parte donde viven bienaventurados los
niños que salieron de esta vida sin el bautismo, sin el cual no pueden entrar
en el reino de los cielos que es la vida eterna»[41]. Este concilio, no obstante, no apoyó
explícitamente todos los aspectos de la severa opinión de Agustín acerca del
destino de los niños que mueren sin Bautismo.
20. Pero la autoridad de Agustín en
Occidente fue tan grande que los Padres latinos (p.e. Jerónimo, Fulgencio,
Avito de Vienne y Gregorio Magno) de hecho adoptaron su opinión. Gregorio Magno
afirma que Dios condena también a aquellos que tienen en su alma sólo el pecado
original. Incluso los niños que no han pecado por su voluntad deben ir a los
«tormentos eternos». Cita Job 14,4-5 (LXX), Jn 3,5 y Ef
2,3 a propósito de nuestra condición de «hijos de la ira» en el nacimiento[42].
1.4 La Escolástica medieval
21. Agustín fue el punto de referencia
para este tema para los teólogos latinos a lo largo de todo el Medioevo.
Anselmo de Canterbury es un buen ejemplo: cree que los niños pequeños que mueren
sin Bautismo son condenados a causa del pecado original y de acuerdo con la
justicia de Dios[43]. La doctrina común fue resumida por Hugo
de San Víctor: los niños que mueren sin Bautismo no pueden ser salvados porque
1) no han recibido el sacramento, y 2) no pueden hacer un acto personal de fe
en sustitución del sacramento[44]. Esta doctrina implica la necesidad de
ser justificados durante el tiempo de la vida terrena para entrar en la vida
eterna después de la muerte. La muerte pone un fin a la posibilidad de elegir
entre aceptar o rechazar la gracia, es decir, unirse a Dios o alejarse de él;
después de la muerte las actitudes fundamentales de una persona respecto a Dios
ya no pueden ser modificadas.
22. Pero la mayoría de los autores
medievales posteriores, a partir de Pedro Abelardo, subrayan la bondad de Dios
e interpretan el «castigo muy suave» de Agustín como la privación de la visión
beatífica (carentia visionis Dei), sin esperanza de obtenerla, pero sin
otras penas adicionales[45]. Esta enseñanza, que modificaba la
estricta opinión de San Agustín, fue difundida por Pedro Lombardo: los niños no
sufren más pena que la privación de la visión de Dios[46]. Esta posición llevó a la reflexión del
siglo XIII a atribuir a los niños no bautizados un destino esencialmente
diferente del de los santos en el cielo, pero también parcialmente diferente
del de los condenados, a los cuales, no obstante, quedan asociados. Esto no
impidió a los teólogos medievales sostener la existencia de dos (y no tres)
posibles salidas para la existencia humana: la felicidad del cielo para los
santos, y la privación de esta felicidad celestial para los condenados y para
los niños que mueren sin Bautismo. En los desarrollos de la doctrina medieval
la pérdida de la visión beatífica (poena damni) se veía como el justo
castigo por el pecado original, mientras los «tormentos del infierno para
siempre» representaban la pena por los pecados mortales efectivamente
cometidos[47]. En la Edad Media el Magisterio
eclesiástico afirmó más de una vez que «los que mueren en pecado mortal» y los
que mueren «sólo con el pecado original» reciben «penas diferentes»[48].
23. Puesto que los niños que no han
alcanzado el uso de la razón no han cometido pecados actuales, los teólogos
llegaron a la opinión común según la cual estos niños no bautizados no experimentan
ningún dolor, e incluso gozan de una plena felicidad natural por su unión con
Dios en todos los bienes naturales (Tomás de Aquino, Duns Escoto)[49]. La contribución de esta última tesis
teológica consiste sobre todo en el reconocimiento de un gozo auténtico en los
niños que mueren sin el Bautismo sacramental: poseen una verdadera unión con
Dios de modo proporcionado a su condición. La tesis se apoya en un cierto modo
de conceptualizar la relación entre los órdenes natural y sobrenatural y, en
particular, la orientación hacia el sobrenatural. Pero no debe ser confundida
con el desarrollo sucesivo del concepto de «naturaleza pura». Tomás de Aquino,
por ejemplo, insistía en que solamente la fe nos permite conocer que el fin
sobrenatural de la vida humana consiste en la gloria de los santos, es decir,
en la participación en la vida del Dios uno y trino mediante la visión
beatífica. Dado que este fin sobrenatural trasciende el conocimiento humano
natural, y dado que a los niños no bautizados les falta el sacramento que les
habría dado el germen de este conocimiento sobrenatural, el Aquinate concluye
que los niños que mueren sin Bautismo no conocen aquello de que están privados,
y por tanto no sufren por la privación de la visión beatífica[50]. Incluso cuando han acogido esta opinión,
los teólogos han considerado la privación de la visión beatífica como una
aflicción (castigo) en la economía divina. La doctrina teológica de una
«felicidad natural» (y la ausencia de todo sufrimiento) puede ser considerada
como una tentativa de tomar en consideración la justicia y la misericordia de
Dios respecto a los niños que no han cometido ningún pecado actual, dando así a
la misericordia de Dios un peso mayor que en la opinión de Agustín. Los
teólogos que han sostenido esta tesis de una felicidad natural para los niños
muertos sin Bautismo manifiestan un sentido muy vivo de la gratuidad de la
salvación y del misterio de la voluntad de Dios que el pensamiento humano no
puede comprender completamente.
24. Los teólogos que, de una forma o de otra,
han enseñado que los niños no bautizados son privados de la visión de Dios
generalmente sostenían al mismo tiempo una doble afirmación: a) Dios quiere que
todos se salven, y b) Dios, que quiere que todos se salven, quiere igualmente
los dones y los medios que él mismo ha establecido para esta salvación y que
nos ha dado a conocer mediante su revelación. La segunda afirmación, en sí
misma, no excluye otras disposiciones de la economía divina (como resulta
claro, por ejemplo, en el testimonio de los Santos Inocentes). La expresión
«limbo de los niños» fue acuñada a caballo entre los siglos XII y XIII para
designar el «lugar de reposo» de estos niños (el «límite» de la región
inferior). Pero los teólogos podían tratar de esta cuestión sin usar la palabra
«limbo». Sus doctrinas no deben confundirse con el uso de la palabra «limbo».
25. La afirmación principal de estas
doctrinas es que los que no eran capaces de un acto libre con el cual
consentían a la gracia y que han muerto sin haber sido regenerados por el
sacramento del Bautismo están privados de la visión de Dios a causa del pecado
original heredado mediante la generación humana.
1.5 La era moderna post-tridentina
26. El pensamiento de Agustín fue objeto
de un interés renovado en el siglo XVI, y con él su teoría sobre el destino de
los niños no bautizados, como atestigua, por ejemplo, Roberto Bellarmino[51]. Una de las consecuencias de este
despertar del agustinismo fue el jansenismo. Juntamente con los teólogos
católicos de la escuela agustiniana, los jansenistas se oponían vigorosamente a
la doctrina del limbo. Durante este tiempo los Papas (Paulo III, Benedicto XIV,
Clemente XIII)[52] defendieron el derecho de los católicos
a enseñar la severa doctrina de Agustín, según la cual los niños que morían con
el solo pecado original eran condenados y castigados con el tormento perpetuo
del fuego del infierno, aunque con un «castigo suavísimo» (Agustín) en
comparación con los sufrimientos de los adultos castigados por sus pecados
mortales. Por otra parte, cuando el sínodo jansenista de Pistoia (1786)
denunció la teoría medieval del «limbo», Pío VI defendió el derecho de las
escuelas católicas a enseñar que los que mueren sólo con el pecado original son
castigados con la ausencia de la visión beatífica («pena de daño»), pero no con
sufrimientos sensibles (castigo del fuego, «pena de sentido»). En la bula Auctorem
fidei (1794), el Papa condenó como «falsa, temeraria e injuriosa contra
las escuelas católicas» la doctrina jansenista «que reprueba como una fábula
pelagiana [fabula pelagiana] aquel lugar de los infiernos (al que
corrientemente designan los fieles con el nombre de limbo de los párvulos), en
que las almas de los que mueren con sola la culpa original son castigadas con
la pena de daño sin la pena de fuego, como si los que suprimen en él la pena
del fuego, por este hecho introdujeran aquel lugar y estado carente de culpa y
pena como intermedio entre el reino de Dios y la condenación eterna como lo
imaginaban los pelagianos»[53]. Las intervenciones pontificias en este
periodo por tanto han protegido la libertad de las escuelas católicas para
afrontar esta cuestión. No han adoptado la doctrina del limbo como una doctrina
de fe. El limbo, de todas maneras ha sido la doctrina católica común hasta la
mitad del siglo XX.
1.6 Del Vaticano I al Vaticano II
27. En el periodo que precedió al Concilio
Vaticano I, y de nuevo antes del Concilio Vaticano II, surgió a partir de
ciertos ambientes un fuerte interés en la definición de la doctrina católica
sobre este tema. Este interés era evidente en el esquema reformulado de la
constitución dogmática De doctrina catholica preparada para el concilio
Vaticano I (pero no sometida al voto del Concilio), que presentaba el destino
de los niños muertos sin bautismo como un estado a medio camino entre el de los
condenados por una parte, y el de las almas del purgatorio y el de los
bienaventurados por otra. «Etiam qui cum solo originali peccato mortem obeunt,
beata Dei visione in perpetuum carebunt»[54]. Pero en el siglo XX los teólogos
pidieron el derecho de poder imaginar nuevas soluciones, incluida la
posibilidad de que la plena salvación de Cristo llegara a estos niños[55].
28. En el período de la preparación del
Concilio Vaticano II algunos deseaban que el Concilio afirmase la doctrina
común según la cual los niños no bautizados no pueden obtener la visión
beatífica y dejase así la cuestión cerrada. La Comisión Central Preparatoria se
opuso a esta petición, ya que era consciente de las numerosas razones en contra
de la opinión tradicional y de la necesidad de proponer una solución más acorde
con el desarrollo del sensus fidelium. Pensando que la reflexión
teológica sobre este punto no estaba todavía suficientemente madura, no se
incluyó el tema en el programa de los trabajos; no entró en las deliberaciones
del Concilio y se dejó abierto para ulteriores investigaciones[56]. La cuestión suscitaba una serie de
problemas cuya solución era debatida entre los teólogos; en particular: el
valor de la enseñanza tradicional de la Iglesia acerca de los niños que mueren
sin Bautismo; la ausencia en la Sagrada Escritura de indicaciones explícitas
sobre el tema; la conexión entre el orden natural y la vocación sobrenatural de
los seres humanos; el pecado original y la voluntad salvífica universal de
Dios; y las «sustituciones» del Bautismo sacramental que se pueden invocar para
los párvulos.
29. La convicción de la Iglesia Católica
acerca de la necesidad del Bautismo para la salvación fue establecida con vigor
en el Decreto para los Jacobitas en el Concilio de Florencia en el año 1442: a
los niños «no se les puede socorrer con otro remedio más que con el sacramento
del bautismo, por el que son librados del dominio del diablo y adoptados por
hijos de Dios»[57]. Esta enseñanza presupone una percepción
muy neta del favor divino que se muestra en la economía sacramental instituida
por Cristo; la Iglesia no conoce ningún otro medio que pueda asegurar a los
niños el acceso a la vida eterna. La Iglesia, con todo, ha reconocido
tradicionalmente la existencia de sustituciones para el Bautismo de agua (que
es la incorporación sacramental al misterio de Cristo muerto y resucitado), en
concreto, el Bautismo de sangre (incorporación a Cristo a través del testimonio
del martirio por Cristo) y el Bautismo de deseo (incorporación a Cristo por el
deseo o el anhelo del Bautismo sacramental). A lo largo del siglo XX algunos
teólogos, desarrollando algunas tesis teológicas más antiguas, propusieron que
se reconociera para los niños alguna forma de Bautismo de sangre (considerando
el sufrimiento y la muerte de estos niños), o alguna forma de Bautismo de deseo
(invocando un «deseo inconsciente» en estos niños orientado hacia la
justificación, o el deseo de la Iglesia»)[58]. Pero estas propuestas llevaban consigo
algunas dificultades. Por una parte es difícil atribuir a un niño el acto de
deseo del Bautismo de los adultos. El niño es difícilmente capaz de llevar a
cabo el acto personal totalmente libre y responsable que sería una sustitución
del Bautismo sacramental. Un acto libre y responsable de estas características
se funda en un juicio de la razón y no puede ser realizado completamente si la
persona no ha alcanzado el uso de razón (aetas discretionis, edad de la
discreción) suficiente y apropiado. Por otra parte es difícil entender cómo la
Iglesia podría ejercer una suplencia para los niños no bautizados.
Completamente diverso es el caso del Bautismo sacramental, en cuanto este
último, administrado a los niños, obtiene la gracia en virtud de lo que es
específicamente propio del sacramento en cuanto tal, es decir, el don cierto de
la regeneración por el poder del mismo Cristo. Ésta es la razón por la cual Pío
XII, recordando la importancia del Bautismo sacramental se expresó en estos
términos en su alocución a las comadronas italianas en 1951: «El estado de
gracia en el momento de la muerte es absolutamente necesario para la salvación;
sin él no es posible llegar a la felicidad sobrenatural, a la visión beatífica
de Dios. Un acto de amor puede bastar al adulto para conseguir la gracia
santificante y suplir la falta del Bautismo; al que todavía no ha nacido o al
niño acabado de nacer no está abierto ese camino»[59]. Estas palabras dieron lugar a una nueva
reflexión por parte de los teólogos acerca de las disposiciones de los niños
respecto a la recepción de la gracia divina, sobre la posibilidad de una
configuración extrasacramental con Cristo y sobre la mediación materna de la
Iglesia.
30. Entre las cuestiones discutidas que se
refieren a este tema es necesario mencionar la de la gratuidad del orden
sobrenatural. Antes del Concilio Vaticano II, en otras circunstancias y en
referencia a otras cuestiones, Pío XII había llevado con fuerza este tema a la
conciencia de la Iglesia afirmando que, si se sostiene que Dios no puede crear
seres inteligentes sin ordenarlos y llamarlos a la visión beatífica, se
destruye la gratuidad del orden sobrenatural[60]. La bondad y la justicia de Dios no
implican que la gracia sea dada necesaria o “automáticamente”. Entre los
teólogos, la reflexión acerca del destino de los niños no bautizados ha
llevado consigo desde entonces una consideración renovada de la absoluta
gratuidad de la gracia y de la ordenación de todos los seres humanos a Cristo y
a la redención que por nosotros ha obtenido.
31. Sin responder directamente a la
cuestión del destino de los niños no bautizados, el concilio Vaticano II indicó
numerosas vías para guiar la reflexión teológica. El Concilio recordó muchas
veces la universalidad de la voluntad de salvación de Dios que se extiende a
todos (1 Tm 2,4)[61]. Todos «tienen un fin último, Dios, cuya
providencia, manifestación de bondad y designios de salvación se extienden a
todos» (Nostra aetate 1; cf. Lumen gentium 16). En una línea más
particular, al presentar una concepción de la vida humana fundada en la
dignidad del ser humano creado a imagen de Dios, la constitución Gaudium et
spes recuerda que «la razón más alta de la dignidad humana consiste en la
vocación del hombre a la comunión con Dios», precisando que «desde su mismo
nacimiento el hombre es invitado al diálogo con Dios» (GS 19). La misma
constitución proclama con fuerza que solamente en el misterio del Verbo
encarnado encuentra verdadera luz el misterio del hombre. Además, tenemos la
conocida afirmación del Concilio: «Cristo murió por todos y la vocación
definitiva del hombre es en realidad una sola, la divina. En consecuencia
debemos sostener que el Espíritu Santo da a todos la posibilidad de que, del
modo que Dios conoce, sean asociados al misterio pascual” (GS 22).
Aunque el Concilio no aplicó expresamente esta enseñanza a los niños que
mueren sin Bautismo, estos pasajes abren un camino para dar razón de la
esperanza en su favor[62].
1.7 Problemas de naturaleza
hermenêutica
32. El estudio de la historia muestra una
evolución y un desarrollo de la enseñanza católica acerca del destino de los
niños que mueren sin Bautismo. Este desarrollo tiene en cuenta algunos principios
fundamentales y algunos elementos secundarios de diverso valor. La revelación,
en efecto, no comunica directamente y de una manera explícita el conocimiento
del designio de Dios para los niños no bautizados, pero ilumina a la Iglesia en
relación con los principios de fe que deben guiar su pensamiento y su praxis.
Una lectura teológica de la historia del Magisterio católico hasta el Vaticano
II muestra en particular que son tres las afirmaciones principales que
pertenecen a la fe de la Iglesia que están en el centro del problema del
destino de los niños no bautizados: I) Dios quiere que todos los seres humanos
sean salvados; II) Esta salvación es dada solamente mediante la participación
en el misterio pascual de Cristo mediante el Bautismo para la remisión de los
pecados, sea el Bautismo sacramental, sea en otra forma. Los seres humanos,
incluidos los niños, no pueden ser salvados sin la gracia de Dios derramada por
el Espíritu Santo; III) Los niños no entran en el Reino de Dios si no son
liberados del pecado original por la gracia redentora.
33. La historia de la teología y de la
enseñanza del Magisterio muestra en particular un desarrollo en cuanto al modo
de comprensión de la voluntad de salvación universal de Dios. La tradición teológica
del pasado (Antigüedad, Edad Media, comienzo de los tiempos modernos), en
particular la tradición agustiniana, presenta con frecuencia una concepción
que, confrontada con los modernos desarrollos teológicos, parece una idea
«restrictiva» de la voluntad salvífica universal de Dios[63]. En la investigación teológica,
solamente en tiempos relativamente recientes la voluntad salvífica de Dios ha
sido concebida como “cuantitativamente” universal. En el Magisterio esta
concepción más amplia ha sido afirmada progresivamente. Sin tratar de establecer
fechas precisas, se puede observar que aparece de modo claro en el siglo XIX,
especialmente en el magisterio de Pío IX sobre la posible salvación de aquellos
que, sin culpa por su parte, ignoran la fe católica: aquellos que «llevan una
vida honesta y recta pueden conseguir la vida eterna por la acción de la luz
divina y de la gracia, pues Dios que manifiestamente ve, escudriña y conoce
las mentes, ánimos y pensamientos de todos no consiente en modo alguno, por su
suma bondad y clemencia, que sea castigado con eternos suplicios quien no es
reo de una culpa voluntaria»[64]. Esta maduración e integración de la
doctrina católica había suscitado entretanto una nueva reflexión acerca de las
posibles vías de salvación para los niños no bautizados.
34. En la tradición de la Iglesia, la
afirmación de que los niños muertos sin bautismo están privados de la visión
beatífica ha sido durante mucho tiempo «doctrina común». Ésta se fundaba sobre
un cierto modo de reconciliar los principios recibidos de la revelación, pero
no poseía la certeza de una afirmación de fe, ni la misma certeza de otras
afirmaciones cuyo rechazo hubiera significado la negación de un dogma
divinamente revelado o de una enseñanza proclamada por un acto definitivo del
Magisterio. El estudio de la historia de la reflexión de la Iglesia sobre esta
materia muestra la necesidad de hacer algunas distinciones. En este sumario
distinguimos en primer lugar, las afirmaciones de fe y lo que pertenece a la
fe; en segundo lugar la doctrina común; en tercer lugar la opinión teológica.
35. a) La concepción pelagiana del
acceso a la «vida eterna» de los niños no bautizados debe ser considerada
contraria a la fe católica.
36. b) La afirmación según la cual
«la pena por el pecado original es la carencia de la visión de Dios», formulada
por Inocencio III[65], pertenece a la fe: el pecado original es
en sí mismo un impedimento para la visión beatífica. Es necesaria la gracia
para ser purificado del pecado original y para ser elevado a la comunión con
Dios de manera que se pueda entrar en la vida eterna y gozar de la visión de
Dios. Históricamente la doctrina común aplicaba esta afirmación al destino de
los niños no bautizados y concluía que están privados de la visión beatífica.
Pero la enseñanza del Papa Inocencio III, en su contenido de fe, no implica
necesariamente que los niños que mueren sin el Bautismo sacramental sean
privados de la gracia y condenados a la pérdida de la visión de Dios; nos
permite esperar que Dios, que quiere que todos se salven, ofrece algún remedio
misericordioso para su purificación del pecado original y su acceso a la visión
beatífica.
37. c) En los documentos del
Magisterio en la Edad Media, la mención de «penas diversas» para los que mueren
en pecado mortal actual o con el solo pecado original («Las almas de aquellos
que mueren en pecado mortal o con el solo pecado original descienden
inmediatamente al infierno para ser castigadas, aunque con penas desiguales»[66]) debe ser interpretada según la enseñanza
común de la época. Históricamente, estas afirmaciones se han aplicado
ciertamente a los niños no bautizados, con la conclusión de que estos niños
sufren una pena por el pecado original. Se ha de observar de todas maneras que,
en general, el objeto de estos pronunciamientos de la Iglesia no era la
privación de la salvación para los niños no bautizados, sino la inmediatez del
juicio particular después de la muerte y la asignación de las almas al cielo o
al infierno. Estas declaraciones magisteriales no nos obligan a pensar que
estos niños mueren necesariamente con el pecado original, de tal manera que no
haya para ellos ninguna vía de salvación.
38. d) La bula Auctorem fidei
del Papa Pío VI no es una definición dogmática de la existencia del limbo: se
limita a rechazar la acusación jansenista según la cual el «limbo» enseñado por
los teólogos escolásticos era idéntico a la «vida eterna» prometida por los
antiguos pelagianos a los niños no bautizados. Pío VI no condenó a los
jansenistas porque negaban el limbo, sino porque sostenían que los defensores
del limbo eran culpables de la herejía pelagiana. Al sostener la libertad por
parte de las escuelas católicas de proponer soluciones diversas al problema del
destino de los niños no bautizados, la Santa Sede defendía la enseñanza común
como una opción aceptable y legítima, sin hacerla propia.
39. e) La «Alocución a las
comadronas italianas» de Pío XII[67], en la que se afirma que «no hay otro
medio para comunicar esta vida [sobrenatural] al niño que todavía no tiene el
uso de la razón», expresó la fe de la Iglesia en la necesidad de la gracia para
alcanzar la visión beatífica y la necesidad del Bautismo como medio para
recibir esta gracia[68]. La precisión de que los niños (a
diferencia de los adultos) no son capaces de obrar por su cuenta, es decir son
incapaces de un acto con razón y libertad que pueda «sustituir al Bautismo» no
constituyó un pronunciamiento sobre el contenido de las teorías teológicas de
la época, y no prohibió la búsqueda teológica de otros caminos de salvación.
Pío XII recordó más bien los límites dentro de los cuales se debía situar el
debate y reafirmó firmemente la obligación moral de administrar el Bautismo a
los niños en peligro de muerte.
40. En resumen: la afirmación según la
cual los niños que mueren sin Bautismo sufren la privación de la visión
beatífica ha sido durante mucho tiempo doctrina común de la Iglesia, que es
algo distinto de la fe de la Iglesia. En cuanto a la teoría de que la
privación de la visión beatífica es la única pena de estos niños, con exclusión
de cualquier otro sufrimiento, se trata de una opinión teológica, no obstante
su amplia difusión en Occidente. La tesis teológica particular de una
«felicidad natural» que en ocasiones se atribuía a estos niños constituye
igualmente una opinión teológica.
41. Por consiguiente, además de la teoría
del limbo (que continúa siendo una opinión teológica posible), puede
haber otros caminos que integren y salvaguarden los principios de fe fundados
en la Escritura: la creación del ser humano en Cristo y su vocación a la
comunión con Dios; la voluntad salvífica universal de Dios; la transmisión y
las consecuencias del pecado original; la necesidad de la gracia para entrar en
el Reino de Dios y alcanzar la visión de Dios; la unicidad y la universalidad
de la mediación salvífica de Jesucristo; la necesidad del Bautismo para la
salvación. No se llega a estos otros caminos modificando los principios de la
fe o elaborando teorías hipotéticas; más bien buscan una integración y una
reconciliación coherente de los principios de la fe bajo la guía del Magisterio
de la Iglesia, atribuyendo un peso mayor a la voluntad salvífica universal de
Dios y a la solidaridad en Cristo (cf. Gaudium et spes 22), para motivar
la esperanza de que los niños que mueren sin el Bautismo pueden gozar de la
vida eterna en la visión beatífica. Siguiendo el principio metodológico en
virtud del cual lo que es menos conocido debe ser investigado a la luz de lo
que se conoce mejor, parece que el punto de partida para considerar el destino
de estos niños debería ser la voluntad salvífica universal de Dios, la
mediación de Cristo y el don del Espíritu Santo, a la vez que la consideración
de la condición de los niños que reciben el bautismo y son salvados mediante la
acción de la Iglesia en el nombre de Cristo. El destino de los niños no
bautizados continúa siendo un caso límite en la investigación teológica: los
teólogos deberían tener presente la perspectiva apofática de los Padres
griegos.
2. «Inquirere vias Domini»:
Investigar los caminos de Dios. Principios teológicos
42. Puesto que ninguna respuesta explícita
acerca del tema objeto de nuestro estudio viene de la Revelación tal como se
contiene en la Sagrada Escritura y en la Tradición, el fiel católico debe
recurrir a ciertos principios teológicos subyacentes que la Iglesia, y en
particular el Magisterio, custodio del depósito de la fe, ha articulado con la
asistencia del Espíritu Santo. Como afirma el Concilio Vaticano II: «Hay un
orden o “jerarquía” de las verdades de la doctrina católica, al ser diversa su
conexión con el fundamento de la fe cristiana» (Unitatis redintegratio 11).
En definitiva ningún ser humano puede salvarse a sí mismo. La salvación viene
solamente de Dios Padre por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo. Esta
verdad fundamental (de la «absoluta necesidad» del acto salvífico de Dios para
los seres humanos) se despliega en la historia a través de la Iglesia y de su
ministerio sacramental, El ordo tractandi que aquí adoptaremos sigue el ordo
salutis con una única excepción: hemos colocado la dimensión antropológica
entre la trinitaria y la eclesiológico-sacramental.
2.
La voluntad salvífica universal de Dios
realizada a través de la única mediación
de Jesucristo en el Espíritu Santo
43. En el contexto de la discusión sobre
el destino de aquellos niños que mueren sin Bautismo, el misterio de la
voluntad salvífica universal de Dios es un principio central y fundamental. La
profundidad de este misterio se refleja en la paradoja del amor divino que se
manifiesta a la vez como universal y como preferencial.
44. En el Antiguo Testamento Dios es
llamado el salvador del pueblo de Israel (cf. Ex 6,6; Dt 7,8,
13,5; 32,15; 33,29; Is 41,14; 43,14; 44,24; Sal 78; 1 Mc
4,30). Pero su amor preferencial por Israel tiene un alcance universal, que se
extiende a las personas individuales (cf. 2 Sam 22,18.44.49; Sal 25,5,
27,1) y a todos los seres humanos: «Amas a todos los seres y nada de lo que
hiciste aborreces, pues si algo odiases, no lo hubieras creado» (Sab
11,24). Mediante Israel encontrarán la salvación las naciones paganas (cf. Is
2,1-4; 42,1; 60,1-14). «Te voy a poner por luz de las gentes, para que mi
salvación alcance hasta los confines de la tierra» (Is 49,6).
45. Este amor preferencial y universal de
Dios se relaciona íntimamente y se realiza de un modo único y ejemplar en
Jesucristo, que es el único salvador de todos (cf. Hch 4,12), pero en
particular de los que se abajan o se humillan (tapeinôsei) como los
«pequeños». Efectivamente, Jesús, que es manso y humilde de corazón (cf. Mt
11,29), mantiene con ellos una misteriosa afinidad y solidaridad (cf. Mt
18,3.5; 10,40-42; 25,40.45). Jesús afirma que el cuidado de estos pequeños ha
sido confiado a los ángeles de Dios (cf. Mt 18,10): «No es voluntad de
vuestro Padre celestial que se pierda uno de estos pequeños» (Mt 18,14).
Este misterio de su voluntad, según el beneplácito del Padre[69], se revela mediante el Hijo[70], y se distribuye por el don del Espíritu
Santo[71].
46. La universalidad de la gracia
salvadora de Dios Padre, tal como es realizada mediante la mediación única y
universal de su Hijo Jesucristo, se expresa con fuerza en la primera carta a
Timoteo: «Esto es bueno y agradable a Dios, nuestro salvador, que quiere (thelei)
que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad.
Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres,
Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos.
Éste es el testimonio dado en el tiempo oportuno» (1 Tim 2,3-6). La
repetición enfática de «todos» (vv. 1,4,6) y la justificación de esta
universalidad con la base de la unicidad de Dios y de su mediador, que es él
mismo un hombre, sugieren que nadie está excluido de esta voluntad de
salvación. En la medida en que es objeto de la oración (cf. 1 Tim 2,1)
esta voluntad salvífica (thelema) se refiere a una voluntad que es
sincera de parte de Dios, pero a la cual, a veces, los seres humanos resisten[72]. Por ello debemos pedir a nuestro Padre
celestial que se haga su voluntad (thelema) en la tierra como en
el cielo (cf. Mt 6,10).
47. El misterio de esta voluntad, revelado
a Pablo «el menor de todos los santos» (Ef 3,8), tiene sus raíces en el
designio del Padre de hacer a su Hijo no sólo «el primogénito entre muchos
hermanos» (Rom 8,29), sino también el «primogénito de toda la creación…
[y] el primogénito de entre los muertos» (Col 1,15.18). Esta revelación
nos permite descubrir en la mediación del Hijo las dimensiones universal y
cósmica que superan toda división (cf. Gaudium et spes 13). Con
referencia a la universalidad del género humano, la mediación del Hijo supera
I) las varias divisiones sociales, culturales y de sexo: «Ya no hay judío ni
griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer» (Gál 3,28); y II) las
divisiones causadas por el pecado, las internas (cf. Rom 7), y las
interpersonales (cf. Ef. 2,4): «Así como por la desobediencia de un solo
hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de
un solo todos serán constituidos justos» (Rom 5,19). Con referencia a
las divisiones cósmicas, Pablo explica: «Pues Dios tuvo a bien hacer residir en
él toda la plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando,
mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos» (Col
1,19-20). Ambas dimensiones están reunidas en la carta a los Efesios (1,7-10):
«En él tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos
[…] según el benévolo designio que en él se propuso de antemano […] hacer que
todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la
tierra».
48. Ciertamente no vemos todavía la
realización de este misterio de salvación, «porque nuestra salvación es objeto
de esperanza» (Rom 8,24). Este es en efecto el testimonio del Espíritu
Santo, que al mismo tiempo anima a los cristianos a orar y a esperar en la resurrección
final: «Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre
dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias
del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior, anhelando la adopción,
el rescate de nuestro cuerpo […]. De igual manera, el Espíritu viene en ayuda
de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene, mas el
Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rom
8,22-23.26). Por tanto los gemidos del Espíritu no solamente ayudan a nuestras
oraciones, sino que, encierran, por decirlo así, los sufrimientos de todos los
adultos, de todos los niños y de la creación entera[73].
49. El Sínodo de Quierzy (853) afirma:
«Dios omnipotente “quiere que todos los hombres”, sin excepción, “se salven” (1
Tim 2,4), aunque no todos se salven. Ahora bien, que algunos se salven es
don del que salva, que algunos se pierdan es merecimiento de los que se
pierden»[74]. Poniendo de relieve las implicaciones
positivas de esta declaración acerca de la solidaridad universal de todos en el
misterio de Jesucristo, el Sínodo afirma además: «Como no hay, hubo o habrá
hombre alguno cuya naturaleza no fuera asumida por él; así no hay, hubo, ni
habrá hombre alguno por quien no haya padecido Cristo Jesús Señor nuestro,
aunque no todos sean redimidos por el misterio de su pasión»[75].
50. Esta convicción cristocéntrica ha
encontrado expresión en toda la tradición católica. San Ireneo, por ejemplo,
cita el texto paulino afirmando que Cristo vendrá de nuevo para «recapitular en
él todas las cosas» (Ef 1,10), para que toda rodilla se doble ante él en
el cielo, en la tierra y bajo la tierra, y toda lengua confiese que Jesús es el
Señor[76]. Santo Tomás de Aquino, fundándose
también en el texto paulino afirma: «Cristo es el mediador perfecto entre Dios
y los hombres, porque ha reconciliado por su muerte el género humano con Dios»[77].
51. Los documentos del Vaticano II no sólo
citan el texto paulino en su integridad (cf. Lumen gentium 60; Ad
gentes 7), sino que se refieren a él (cf. Lumen gentium 49) y
además usan repetidamente la designación Unicus Mediator Christus (LG
8,14,62). Esta afirmación clave de la fe cristológica encuentra también
expresión en el magisterio pontificio postconciliar: «”Porque no hay bajo el
cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos” (Hch
4,12). Esta afirmación […] tiene un valor universal, puesto que para todos […]
la salvación no puede venir más que de Jesucristo»[78].
52. La declaración Dominus Iesus
resume brevemente la convicción y la actitud de la Iglesia católica: «Por lo
tanto, se debe creer firmemente como verdad de fe católica que la voluntad
salvífica universal de Dios uno y trino se ha ofrecido y cumplido una vez para
siempre en el misterio de la encarnación, muerte y resurrección del Hijo de
Dios»[79].
2.2 La universalidad del pecado y la
necesidad universal de salvación
53. La voluntad salvífica universal de
Dios mediante Jesucristo, en una misteriosa relación con la Iglesia, se dirige
a todos los seres humanos, los cuales, según la fe de la Iglesia, son pecadores
necesitados de salvación. Ya en el Antiguo Testamento se menciona en casi
todos los libros la naturaleza del pecado humano que todo lo invade. El libro
del Génesis afirma que el pecado no ha tenido su origen en Dios, sino en los
seres humanos, porque Dios ha creado todas las cosas y ha visto que eran buenas
(cf. Gn 1,31). Desde el momento en que el género humano empezó a
multiplicarse sobre la tierra, Dios ha tenido que contar con la pecaminosidad
de la humanidad: «Vio Dios que la maldad del hombre cundía sobre la tierra y
que todos los pensamientos que ideaba su corazón eran puro mal». Incluso «le
pesó… haber hecho al hombre sobre la tierra», y decidió un diluvio que
destruyera todo ser viviente, excepto a Noé que había encontrado gracia a sus
ojos (cf. Gn 6,5-7). Pero ni siquiera el diluvio cambió la inclinación
humana al pecado: «Nunca más volveré a maldecir el suelo por causa del hombre,
porque las trazas del corazón humano son malas desde su niñez» (cf. Gn
8,21). Los autores del Antiguo Testamento están convencidos de que el pecado
está profundamente radicado y difundido en la humanidad (cf. Prov 20,9; Eccl
7,20.20). Por esto son frecuentes las súplicas para alcanzar el perdón de Dios,
como en el Salmo 143,2: «No entres en juicio con tu siervo, pues no es justo
ante ti ningún viviente»; o en la oración de Salomón: «Cuando pequen contra ti,
pues no hay hombre que no peque, […] si se vuelven a ti con todo su corazón y
con toda su alma […], escucha tú su oración desde los cielos, lugar de tu morada,
y perdona a tu pueblo, que ha pecado contra ti» (1 Re 8,46.48-50). En
algunos textos el hombre es declarado pecador desde el nacimiento: «Mira que en
culpa ya nací, pecador me concibió mi madre» (Sal 51,7). Y la afirmación
de Elifaz: «¿Cómo puede ser puro un hombre? ¿Cómo puede ser justo un nacido de
mujer?» (Job 15,14; cf. 25,4) está de acuerdo con las convicciones del
propio Job (cf. Job 14,1.4) y de los otros autores bíblicos (cf. Sal
58,3; Is 48,8). En la literatura sapiencial hay incluso un comienzo de
reflexión sobre los efectos del pecado de los primeros padres, Adán y Eva,
sobre todo el género humano: «Mas por envidia del diablo entró la muerte en el
mundo, y la experimentan los que le pertenecen» (Sab 4,24), «Por la
mujer fue el comienzo del pecado, y por causa de ella morimos todos» (Ecclo
25,24)[80].
54. Para Pablo la universalidad de la
redención realizada por Jesucristo, encuentra su contrapartida en la
universalidad del pecado. Cuando Pablo afirma en su carta a los Romanos que
«tanto judíos como griegos están todos bajo el pecado» (Rom 3,9)[81], y que ninguno puede ser excluido de esta
sentencia universal, se funda naturalmente en la Escritura: «Como dice la
Escritura: “No hay quien sea justo, ni siquiera uno solo. No hay un sensato, no
hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se corrompieron; no hay
quien obre el bien, no hay siquiera uno”» (Rom 3,10-12, que cita Eccl
7,20 y Sal 14,1-3, que es idéntico a Sal 53,1-3). Por una parte, todos los
seres humanos son pecadores y necesitan ser liberados mediante la muerte y la
resurrección redentoras de Jesucristo, el nuevo Adán. No las obras de la ley,
sino únicamente la fe en Jesucristo puede salvar a la humanidad, a la vez a los
judíos y a los gentiles. Por otra parte, la condición de pecado de la
humanidad está ligada al pecado del primer hombre, Adán. Esta solidaridad con
el primer hombre, Adán, se enuncia en dos textos paulinos: 1 Cor 15,21 y
en particular Rom 5,12: «Por tanto, como por un solo hombre entró el
pecado en el mundo y por el pecado la muerte, así también la muerte alcanzó a
todos los hombres porque [griego eph’hô: otras posibilidades de
traducción: “por el hecho de que” o “con el resultado de que”][82] todos han pecado…». En este anacoluto la
causalidad primordial de la condición de pecado y de muerte de la humanidad se
atribuye a Adán, independientemente de cómo se interprete la expresión eph’hô.
La causalidad universal del pecado de Adán se presupone en Rom 5,5a,
16a, 17a, 18a, y se explicita en 5,19a: «por la desobediencia de un solo
hombre, todos fueron constituidos pecadores». Pablo, con todo, nunca explica
cómo se transmite el pecado de Adán. Contra Pelagio, que pensaba que Adán había
influenciado a la humanidad dándole un mal ejemplo, Agustín objetaba que el
pecado de Adán se transmitía por propagación o herencia, llevando así a su
expresión clásica la doctrina del «pecado original»[83]. Bajo el influjo de Agustín la Iglesia
de Occidente ha interpretado casi unánimemente Rom 5,12 en el sentido de
un «pecado» hereditario[84].
55. Siguiendo esta enseñanza el Concilio
de Trento en su V sesión definió: «”Si alguno afirma que a Adán solo dañó su
prevaricación, pero no así a su descendencia”; que la santidad y la justicia recibida
de Dios, que él perdió, las perdió solamente para sí solo y no también para
nosotros; o que, manchado él por el pecado de desobediencia, transmitió a todo
el género humano “sólo la muerte” y las penas “del cuerpo, pero no el pecado
que es la muerte del alma”; sea anatema, “pues contradice al Apóstol que dice:
‘Por un solo hombre el pecado entró en el mundo, y por el pecado la muerte, y
así a todos los hombres alcanzó la muerte porque todos pecaron en él’ (Rom
5,12 Vulg.)”[85]».
56. Como leemos en el Catecismo de
la Iglesia Católica: «La doctrina del pecado original es, por así
decirlo, el “reverso” de la Buena Nueva de que Jesús es el Salvador de todos
los hombres, que todos necesitan salvación y que la salvación es ofrecida a
todos gracias a Cristo. La Iglesia, que tiene el sentido de Cristo, sabe bien
que no se puede lesionar la revelación del pecado original sin atentar contra
el Misterio de Cristo»[86].
2.3 La necesidad de la Iglesia
57. La tradición católica ha afirmado
constantemente que la Iglesia es necesaria para la salvación en cuanto
mediación histórica de la obra redentora de Cristo. Esta convicción ha
encontrado su expresión clásica en el adagio de san Cipriano: «Salus extra
Ecclesiam non est»[87]. El concilio Vaticano II ha confirmado
esta afirmación de fe: «[El Concilio] enseña, fundado en la Sagrada Escritura y
en la Tradición, que esta Iglesia peregrinante es necesaria para la salvación.
Pues solamente Cristo es el mediador y el camino de la salvación; se nos hace
presente en su cuerpo que es la Iglesia. Él mismo, inculcando expresamente la
necesidad de la fe y del Bautismo (cf. Mt 16,16; Jn 3,5),
confirmó al mismo tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que los hombres
entran mediante el bautismo como por la puerta. Por lo cual no podrían salvarse
quienes, no ignorando que la Iglesia católica fue instituida por Dios por medio
de Jesucristo como necesaria, no hubieran querido entrar o perseverar en ella»
(Lumen gentium 14). El Concilio expuso con detenimiento el misterio de
la Iglesia: «La Iglesia es, en Cristo, como un sacramento, es decir, signo e
instrumento, de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género
humano» (LG 1). «Como Cristo efectuó la redención en la pobreza y en la
persecución, así también la Iglesia está llamada a seguir este mismo camino
para comunicar a los hombres los frutos de la salvación» (LG 8). «Resucitando
de entre los muertos (cf. Rom 6,9) [Cristo] envió a los discípulos a su
Espíritu vivificante, y por medio de él constituyó a la Iglesia, que es su
cuerpo, como sacramento universal de salvación» (LG 48). Llama la atención en
estos pasajes el alcance universal de la función mediadora de la Iglesia en la
dispensación de la salvación de Cristo: «unidad de todo el género humano»;
«salvación de [todos] los hombres»; «sacramento universal de
salvación».
58. Frente a nuevos problemas y situaciones
y a una interpretación exclusiva del adagio «salus extra ecclesiam non est»[88], en los últimos tiempos el Magisterio ha
articulado una comprensión más matizada del modo como puede tener lugar una
relación salvífica con la Iglesia. La alocución del Papa Pío IX Singulari
Quadam (1854) expone con claridad los problemas implicados: «En virtud de
la fe, hay que mantener, desde luego, que fuera de la Iglesia apostólica romana
nadie puede salvarse, en cuanto ésta es la única arca de salvación; el que no
entrará en ella perecerá en el diluvio. Pero se debe considerar igualmente
como cierto que aquellos que padecen la ignorancia de la verdadera religión,
cuando esta ignorancia es invencible, no están implicados en culpa alguna por
esta cuestión ante los ojos del Señor»[89].
59. La Carta del Santo Oficio al
Arzobispo de Boston (1949) ofrece ulteriores precisiones: «No se exige
siempre, para que uno obtenga la salvación, que esté realmente (reapse)
incorporado como miembro de la Iglesia, pero se requiere por lo menos que se
adhiera a ella con el voto o el deseo (voto et desiderio). No es
necesario por otra parte que este voto sea siempre explícito, como sucede con
los catecúmenos, sino que cuando el hombre sufre una ignorancia invencible,
Dios acepta también un voto implícito, llamado con este nombre porque está
contenido en aquella buena disposición del alma por la que el hombre quiere que
su voluntad esté conforme con la voluntad de Dios»[90].
60. La voluntad salvífica universal de
Dios, realizada por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo, que incluye la
Iglesia como sacramento universal de salvación, encuentra expresión en el
Vaticano II: «Todos los hombres son llamados a esta unidad católica del pueblo
de Dios, que prefigura y promueve la paz universal, y a ella de varios modos pertenecen
o se ordenan tanto los fieles católicos como los otros creyentes en Cristo,
como finalmente todos los hombres en general llamados por la gracia de Dios a
la salvación» (Lumen Gentium 13). Que la mediación única y universal de
Jesucristo se realiza en el contexto de una relación con la Iglesia ha sido
ulteriormente reiterado por el Magisterio pontificio postconciliar. A propósito
de los que no han tenido la oportunidad de llegar a conocer o a acoger la
revelación del evangelio, incluso en este caso dice la encíclica Redemptoris
missio: «La salvación de Cristo es accesible en virtud de una gracia que
tiene una misteriosa relación con la Iglesia»[91].
2.4. La necesidad del Bautismo
sacramental
61. Dios Padre quiere configurar con
Cristo todos los seres humanos mediante el Espíritu Santo, que con su gracia
los trasforma y les da fuerza. Ordinariamente esta configuración con Cristo
tiene lugar por medio del Bautismo sacramental, mediante el cual el ser humano
se conforma con Cristo, recibe el Espíritu Santo, es liberado del pecado y se
hace miembro de la Iglesia.
62. Las numerosas afirmaciones bautismales
del Nuevo Testamento, en su variedad, articulan las diferentes dimensiones de
la significación del Bautismo como fue comprendido por las primeras comunidades
cristianas. En primer lugar es designado como perdón de los pecados, como un
baño (cf. Ef 5,26), o como una aspersión que purifica el corazón de una
mala conciencia (cf. Heb 10,22; 1 Pe 3,21). «Convertíos y que
cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para la
remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hch
2,38; cf. Hch 22,16). Los bautizados de ese modo son configurados con
Cristo: «Fuimos pues con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de
que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la
gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rom
6,4).
63. Además, se menciona repetidas veces la
actividad del Espíritu Santo en relación con el Bautismo (cf. Tit 3,5).
Cristo resucitado actúa mediante su Espíritu, que nos hace hijos de Dios (cf. Rom
8,14), con la confianza de llamar a Dios Padre (cf. Gál 4,6).
64. Por último encontramos afirmaciones en
relación con el Bautismo sobre ser «agregados» al pueblo de Dios, ser
bautizados «en un solo cuerpo» (Hch 2,41). El Bautismo produce la incorporación
del ser humano al pueblo de Dios, cuerpo de Cristo y templo espiritual. Pablo
habla de ser bautizados «para no formar más que un cuerpo» (1 Cor
12,13). Lucas, por otra parte, de «ser agregados» a la Iglesia por medio del
Bautismo (Hch 2,41). Mediante el bautismo el creyente no es sólo un
individuo, sino que se hace miembro del pueblo de Dios. Se hace miembro de la
Iglesia, a la que Pedro llama «linaje elegido, sacerdocio real, nación santa,
el pueblo que Dios se ha adquirido» (1 Pe 2,9).
65. La tradición de administrar el
Bautismo sacramental se extiende a todos, también a los niños. Entre los
testimonios del Nuevo Testamento acerca del Bautismo cristiano, en el libro de
los Hechos de los Apóstoles se habla del bautismo de familias enteras (cf. Hch
16,15;16,33;18,8), en las cuales tal vez se hallaban comprendidos también
niños. La antigua praxis del Bautismo de los niños[92], sostenida por los Padres y el Magisterio
de la Iglesia, es aceptada como parte esencial de la comprensión de la fe de
la Iglesia católica. El Concilio de Trento afirma: «Según la tradición
apostólica, “también los niños pequeños que todavía no pudieron cometer ningún
pecado por sí mismos, son verdaderamente bautizados para remisión de los
pecados, a fin de que por la regeneración se limpie en ellos lo que contrajeron
por la generación”. Pues “si uno no renace del agua y del Espíritu no puede
entrar en el reino de Dios” (Jn 3,5)»[93].
66. La necesidad del sacramento del
Bautismo es proclamada y profesada como parte integrante de la comprensión de
la fe cristiana. Fundada en el mandato que se encuentra en Mt 28,19s y Mc 16,15
y en la prescripción expuesta en Jn 3,5[94], desde los primeros tiempos la comunidad
cristiana ha creído en la necesidad del Bautismo para la salvación. Aun
considerando el Bautismo sacramental necesario en cuanto medio ordinario
establecido por Jesucristo para configurar consigo a los seres humanos, la
Iglesia no ha enseñado nunca la «necesidad absoluta» del Bautismo para la
salvación; existen otras vías por las cuales se puede realizar la configuración
con Cristo. Ya en la primera comunidad cristiana se aceptaba que el martirio,
el «Bautismo de sangre» podía sustituir al Bautismo sacramental. A este
propósito son pertinentes las palabras de Tomás de Aquino: «El sacramento del Bautismo
puede faltar a alguno de dos maneras. En primer lugar, tanto in re, como
in voto; esto acaece en aquellos que no están bautizados ni quieren
serlo […]. En segundo lugar, el sacramento del Bautismo puede faltar a alguno in
re, pero no in voto […]. Éste puede obtener la salvación, sin estar
de hecho bautizado, por el deseo del Bautismo»[95]. El Concilio de Trento reconoce el
«Bautismo de deseo» como medio para ser justificado sin haber recibido
efectivamente el Bautismo: «Después de la promulgación del evangelio, este
paso [del pecado a la gracia] no puede darse sin el baño de la regeneración o
su deseo, como está escrito: “si uno no renace del agua y del Espíritu no puede
entrar en el reino de Dios” (Jn 3,5)»[96].
67. La afirmación de la fe cristiana
acerca de la necesidad del Bautismo sacramental para la salvación no puede ser
privada de su significación existencial reduciéndola a una afirmación solamente
teórica. Por otra parte, se ha de respetar igualmente la libertad de Dios
respecto a los medios de salvación que Él ha dado. Es necesario por tanto
evitar todo intento de oponer el Bautismo sacramental, el Bautismo de deseo y
el Bautismo de sangre como si fuesen antitéticos. No son más que expresiones de
las polaridades creativas en el ámbito de la realización de la voluntad
salvífica universal de Dios a favor de la humanidad, que incluye una real
posibilidad de salvación y un diálogo salvífico en libertad con la persona
humana. Precisamente este dinamismo impulsa a la Iglesia, como sacramento
universal de salvación, a llamar a todos al arrepentimiento, a la fe y al
bautismo sacramental. Este diálogo de gracia comienza solamente cuando la
persona humana es capaz existencialmente de una respuesta concreta; y éste no
es el caso de los niños. De ahí la necesidad de que los padres y los padrinos
hablen en nombre de los niños que son bautizados. ¿Pero qué podemos decir de
los niños que mueren sin bautismo?
2.5. Esperanza y oración por la
salvación universal
68. Los cristianos son personas de
esperanza. Han puesto su esperanza «en Dios vivo, que es el salvador de todos
los hombres, principalmente de los creyentes» (1 Tm 4,10). Desean
ardientemente que todos los seres humanos, incluidos los niños no bautizados,
puedan participar en la gloria de Dios y vivir con Cristo (cf. 1 Tes
5,9-11; Rom 8,2-5. 23-35), según la recomendación de Teofilacto: «Si Él
[nuestro Dios] quiere que todos lo seres humanos se salven, también tú lo
debes querer e imitar a Dios»[97]. Esta esperanza cristiana es un esperanza
«contra toda esperanza» (Rom 4,18), y va mucho más allá de cualquier
forma de esperanza humana. Toma el ejemplo de Abraham, nuestro padre en la fe.
Abraham tuvo gran confianza en las promesas que Dios le había hecho. Confió
(«esperó») en Dios, contra toda evidencia o expectativa humana («contra toda
esperanza») (Rom 4,18). Del mismo modo los cristianos, incluso cuando no
ven cómo puedan ser salvados los niños no bautizados, con todo se atreven a
esperar que Dios les abrazará en su misericordia salvadora. Están también
prontos para responder a quien les pida razón de la esperanza que hay en ellos
(cf. 1 Pe 3,15). Cuando se encuentran con padres afligidos porque sus
hijos han muerto antes o después de nacer sin estar bautizados, se sienten
movidos a explicar por qué motivos la esperanza en su propia salvación se puede
extender a estos niños[98].
69. Los cristianos son personas de oración.
Toman en serio la exhortación de Pablo: «Ante todo recomiendo que se hagan
plegarias, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres» (1
Tm 2,1). Esta oración universal es agradable a Dios, que «quiere que todos
los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tm
2,4), y a cuya potencia creadora «nada es imposible» (Job 42,2; Mc
10,27; 12,24-27; Lc 1,37). Esta oración se apoya en la esperanza de que
la creación entera participará finalmente en la gloria de Dios (cf. Rom
8,22-27). Está en sintonía con la exhortación de san Juan Crisóstomo: «Imita a
Dios. Si Él quiere que todos se salven, es razonable que uno tenga que rezar
por todos»[99].
3. «Spes orans». Razones de la esperanza
3.1. El nuevo contexto
70. Los dos capítulos precedentes, que han
tratado respectivamente la historia de la reflexión cristiana sobre el destino
de los niños no bautizados[100] y los principios teológicos que se
refieren a este tema[101], han presentado un claroscuro. Por una
parte, de muchas maneras, los principios teológicos subyacentes parecen
favorecer la salvación de los niños no bautizados de acuerdo con la voluntad
salvífica universal de Dios. Por otra parte, sin embargo, no puede negarse que
ha habido una tradición doctrinal más bien prolongada (cuyo valor teológico
sin duda no es definitivo), que, en su preocupación por salvaguardar y no
comprometer otras verdades del edificio teológico cristiano, ha expresado una
cierta reticencia, o incluso, un claro rechazo a considerar la salvación de
estos niños. Hay una continuidad fundamental en la reflexión de la Iglesia
acerca del misterio de salvación de generación en generación bajo la guía del
Espíritu Santo. En este misterio, la cuestión del destino eterno de los niños
que mueren sin bautizar es «uno de los más difíciles de resolver en la síntesis
teológica»[102]. Es un «caso límite» en el que fácilmente
puede parecer que algunos principios vitales de la fe, especialmente la necesidad
del Bautismo para la salvación y la voluntad salvífica universal de Dios, están
en tensión. Con respeto a la sabiduría y a la fidelidad de los que en el pasado
han investigado este difícil problema, pero también con la conciencia clara de
que el Magisterio de la Iglesia, en momentos clave de la historia de esta
doctrina[103] ha optado específicamente, y tal vez
providencialmente, por no definir que estos niños están privados de la visión
beatífica, sino por mantener la cuestión abierta, hemos considerado cómo el
Espíritu puede guiar a la Iglesia en este punto de la historia para reflexionar
de nuevo acerca de este tema particularmente delicado (cf. Dei Verbum
8).
71. El concilio Vaticano II ha llamado a
la Iglesia a leer los signos de los tiempos y a interpretarlos a la luz del
Evangelio (cf. Gaudium et spes, 4.11), «a fin de que la
verdad revelada pueda ser cada vez más profundamente percibida, mejor entendida
y ser propuesta en forma más adecuada» (GS 44). Con otras palabras, el
compromiso con el mundo por el cual Cristo sufrió, murió y resucitó es siempre
para la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo, una ocasión para profundizar su
comprensión del mismo Señor y de su amor y también de ella misma; una ocasión
para penetrar más profundamente el mensaje de salvación que le ha sido
confiado. Es posible identificar varios signos de nuestros tiempos modernos que
impulsan a una renovada conciencia de aspectos del Evangelio que tienen
especial significación para el tema que consideramos. De alguna manera, ofrecen
un nuevo contexto para su consideración al comienzo del siglo XXI.
72. a) La guerra y los desórdenes
del s. XX y el deseo de paz y de unidad de la humanidad, demostrado en la
institución, por ejemplo, de la Organización de las Naciones Unidas, de la
Unión Europea, de la Unión Africana, han ayudado a la Iglesia a entender mejor
la importancia del tema de la comunión en el mensaje evangélico y por tanto a
elaborar una eclesiología de comunión (cf. Lumen gentium 4.9; Unitatis
redintegratio 2; Gaudium et spes 12.24).
73. b) Muchas personas luchan hoy
contra la tentación de la desesperación. La crisis de la esperanza en el mundo
contemporáneo lleva a la Iglesia a una apreciación más profunda de la
esperanza, que es central para el Evangelio cristiano: «Un solo cuerpo y un
solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados» (Ef 4,4).
Los cristianos son llamados hoy especialmente a ser testigos y ministros de la
esperanza en el mundo (cf. Lumen gentium 48-49; Gaudium et
spes 1). La Iglesia en su universalidad y catolicidad es portadora de una
esperanza que se extiende a toda la humanidad, y los cristianos tienen la
misión de ofrecer a todos esta esperanza.
74. c) El desarrollo de las
comunicaciones globales, que dan a conocer en su dramatismo todo el sufrimiento
del mundo, ha sido una ocasión para la Iglesia para entender más profundamente
el amor, la misericordia y la compasión de Dios, y para apreciar la primacía de
la caridad. Dios es misericordioso, y frente a la inmensidad del dolor del mundo,
aprendemos a confiar en Dios y a glorificar a «aquel que tiene poder para
realizar todas las cosas incomparablemente mejor de lo que podamos pedir o
pensar» (Ef 3,20).
75. d) En todas partes las personas
se escandalizan a causa del sufrimiento de los niños y quieren que se les dé
la posibilidad de realizar sus potencialidades[104]. En esta situación, la Iglesia naturalmente
recuerda y reflexiona nuevamente sobre diversos textos neotestamentarios que
expresan el amor preferencial de Jesús: «Dejad a los niños […] que vengan a mí,
porque de los que son como ellos es el reino de los cielos» (Mt 19,14;
cf. Lc 18,15-16); «El que recibe a un niño como éste en mi nombre a mí me
recibe» (Mc 9,37); «Si no cambiáis y os hacéis como los niños no
entraréis en el reino de los cielos» (Mt 18,3); «Quien se haga pequeño
como este niño es el mayor en el reino de los cielos» (Mt 18,4); «El que
escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le
cuelguen al cuello una rueda de molino […] y lo hundan en lo profundo del mar»
(Mt 18,6); «Guardaos de despreciar a uno de estos pequeños; porque yo os
digo que sus ángeles, en los cielos, ven continuamente el rostro de mi Padre
que está en los cielos» (Mt 18,10). De este modo la Iglesia renueva su
compromiso de mostrar el amor y el cuidado que Cristo ha tenido por los niños
(cf. Lumen gentium 11; Gaudium et spes 48; 50).
76. e) La difusión de los viajes y
de los contactos entre personas de diferentes creencias, y el aumento del
diálogo entre personas de diferentes religiones han animado a la Iglesia a
desarrollar una mayor conciencia de los variados y misteriosos caminos de Dios
(cf. Nostra Aetate 1; 2) y de su propia misión en este contexto.
77. El desarrollo de una eclesiología de
comunión, una teología de la esperanza, una apreciación de la misericordia
divina, juntamente con una renovada preocupación por el bienestar de los niños
y una conciencia creciente de que el Espíritu Santo actúa en la vida de todos
«en la forma que Dios conoce» (Gaudium et spes 22), todas estas
características de nuestros tiempos modernos constituyen un nuevo contexto para
el examen de nuestro tema. Éste podría ser un momento providencial para su reconsideración.
Mediante la gracia del Espíritu Santo, la Iglesia en su compromiso por el mundo
de nuestro tiempo ha adquirido una más profunda penetración en la revelación de
Dios que puede proyectar una nueva luz sobre esta cuestión.
78. La esperanza es el contexto general en
el que se colocan nuestras reflexiones y nuestro documento. La Iglesia de hoy
responde a los signos de nuestros tiempos con una esperanza renovada por el
mundo en general y, con particular referencia a nuestro tema, por los niños que
mueren sin bautismo[105]. Tenemos que dar razón de nuestra
esperanza aquí y ahora (cf. 1 Pe 3,15). Aproximadamente en los últimos
cincuenta años, el Magisterio de la Iglesia ha mostrado una creciente apertura
a la posibilidad de salvación para los niños no bautizados, y el sensus
fidelium parece haberse desarrollado en la misma dirección. Los cristianos
experimentan constantemente, y de manera especialmente fuerte en la liturgia,
la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte[106], la infinita misericordia de Dios y la comunión
de amor de los santos en el cielo, y todo esto refuerza nuestra esperanza. En
la liturgia se renueva constantemente la esperanza que está en nosotros, y que
debemos proclamar y explicar; y, partiendo de esta experiencia de esperanza, se
pueden ofrecer ahora diversas consideraciones.
79. Se ha de reconocer claramente que la Iglesia
no tiene un conocimiento cierto de la salvación de los niños que mueren sin
Bautismo. Conoce y celebra la gloria de los Santos Inocentes, pero en general
el destino de los niños no bautizados no nos ha sido revelado, y la Iglesia
enseña y juzga solamente en relación con lo que ha sido revelado. Pero lo que
sabemos de Dios, de Cristo y de la Iglesia nos da motivos para esperar en su
salvación, como tenemos que explicar a continuación.
3.2. La filantropía misericordiosa
de Dios
80. Dios es rico en misericordia, dives
in misericordia (Ef 2,4). La liturgia bizantina alaba muy
frecuentemente la filantropía de Dios; Dios es «amante de los hombres»[107]. Además, el proyecto del amor de Dios,
ahora revelado por medio del Espíritu, va más allá de nuestra imaginación: «lo
que Dios preparó para los que le aman» es «lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó,
ni al corazón del hombre llegó» (1 Cor 2.9-10, que cita Is 64,4). Los
que lloran por el destino de los niños que mueren sin Bautismo, sobre todo sus
padres, son personas que aman a Dios, que deberían ser consoladas por estas
palabras. Se pueden hacer en particular las siguientes observaciones:
81. a) La gracia de Dios llega a
todo ser humano y su providencia abraza a todos. El Concilio Vaticano II enseña
que Dios no niega la «ayuda necesaria para la salvación» a aquellos que, sin
culpa por su parte, todavía no han llegado a un explícito conocimiento de Dios,
pero que, con la ayuda de la gracia, «se esfuerzan por conseguir una vida
recta». Dios ilumina a todos «para que al fin tengan la vida» (cf. Lumen
gentium 16). El Concilio enseña además que la gracia «obra de modo
invisible» en el corazón de todos los hombres de buena voluntad (Gaudium et
spes 22). Estas palabras se aplican directamente a quienes han alcanzado
la edad de la razón y que toman decisiones responsables, pero es difícil negar
su aplicabilidad también a los que no han alcanzado el uso de la razón. La
siguiente afirmación, en particular, parece tener un alcance universal:
«Cristo murió por todos, y la vocación última del hombre en realidad es una
sola, es decir, divina (cumque vocatio hominis ultima revera
una sit, scilicet divina) ; por ello debemos mantener que el
Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios
conocida, sean asociados al misterio pascual» (Gaudium et spes 22). Esta
profunda afirmación del Vaticano II nos lleva al corazón del proyecto de amor
de la Santísima Trinidad y pone de relieve que el proyecto de Dios supera la
comprensión humana.
82. b) Dios no nos pide cosas
imposibles[108]. Además, la potencia de Dios no se limita
a los sacramentos. «Deus virtutem suam non alligavit sacramentis quin possit
sine sacramentis effectum sacramentorum conferre» (Dios no ató su poder a los
sacramentos, y por eso puede conferir el efecto de los sacramentos sin los
sacramentos)[109]. Dios puede por tanto dar la gracia del
Bautismo sin que el sacramento sea administrado, un hecho que debería ser
especialmente recordado cuando la administración del Bautismo fuera imposible.
La necesidad de los sacramentos no es absoluta. Lo que es absoluto es la
necesidad para la humanidad del Ursakrament (sacramento primordial) que
es Cristo mismo. Toda la salvación viene de él, y por tanto, de alguna manera,
a través de la Iglesia[110].
83. c) En todo momento y en toda
circunstancia Dios ofrece un remedio de salvación para la humanidad[111]. Ésta fue la enseñanza de Tomás de Aquino[112], y ya antes de él la de Agustín[113] y León Magno[114]. Se encuentra también en Cayetano[115]. El Papa Inocencio III se centró especialmente
en la situación de los niños: «No van a perecer los niños, de los que cada día
muere una multitud tan grande, sin que también para ellos, el Dios
misericordioso, que no quiere que nadie se pierda, haya procurado algún remedio
para la salvación […] Decimos que se ha de distinguir. Hay un doble pecado, el
original y el actual: el pecado original se contrae sin consentimiento, y el
actual se comete con consentimiento. El pecado original, por tanto, que se
contrae sin consentimiento, sin consentimiento se perdona en virtud del
sacramento [del Bautismo]»[116]. Inocencio III defendía el Bautismo de
los niños en cuanto medio dado por Dios para la salvación de los muchos niños
que mueren todos los días. Nos podemos preguntar, con todo, a la luz de una
aplicación más atenta de este mismo principio, si Dios no ofrece también algún
remedio para aquellos niños que mueren sin Bautismo. No se trata en modo alguno
de negar la enseñanza de Inocencio III, según la cual los que mueren con el
pecado original están privados de la visión beatífica[117]. Lo que podemos preguntarnos y nos
preguntamos es si los niños que mueren sin bautismo necesariamente mueren con
el pecado original, sin un remedio divino.
84. Confiando en que Dios provee en todas
las circunstancias, ¿como podríamos imaginar este remedio? Se enumeran algunos
caminos mediante los cuales los niños que mueren sin Bautismo pueden tal vez
ser unidos a Cristo.
85. a) En general, podemos
descubrir en estos niños que sufren y mueren una conformidad salvífica con
Cristo en su propia muerte, una intimidad con Él. Cristo mismo, en su muerte,
ha soportado el peso del pecado y de la muerte de toda la humanidad, y todo
sufrimiento y muerte desde entonces es un combate contra su mismo enemigo (cf 1
Cor 15,26), una participación en su misma batalla, en medio de la cual lo
podemos encontrar junto a nosotros (cf. Dan 3,24-25 [91-92]; Rom
8,31-39; 2 Tm 4,17). Su resurrección es la fuente de la esperanza de la
humanidad (cf 1 Cor 15,20); sólo en Él tenemos vida en abundancia (cf. Jn
10,10); y el Espíritu Santo ofrece a todos la participación en su misterio
pascual (cf. Gaudium et spes 22).
86. b) Algunos de los niños que
sufren y mueren son víctimas de la violencia. En su caso, teniendo como
referencia el ejemplo de los Santos Inocentes, podemos descubrir una analogía
con el bautismo de sangre que otorga la salvación. Aunque de un modo
inconsciente, los Santos Inocentes sufrieron y murieron por Cristo; sus
verdugos trataban de matar al Niño Jesús. Como los que quitaron la vida a los
Santos Inocentes estaban motivados por el miedo y el egoísmo, igualmente la
vida de los niños de hoy, de manera especial los que están todavía en el seno
materno, con frecuencia se encuentra amenazada por el miedo o el egoísmo de
otros. En este sentido, se encuentran en solidaridad con los santos Inocentes.
Más todavía, se encuentran en una situación de solidaridad con Cristo, que ha
dicho: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más
pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). Es vital para la Iglesia
proclamar la esperanza y la generosidad que son intrínsecas al Evangelio y
esenciales para la protección de la vida.
87. c) Es posible también que Dios
simplemente actúe para conceder el don de la salvación a niños no bautizados en
analogía con el don de la salvación concedido sacramentalmente a los niños
bautizados[118]. Tal vez podamos comparar este caso al
don inmerecido de Dios a María en su Inmaculada Concepción, mediante el cual
actúa simplemente para darle anticipadamente la gracia de la salvación en
Cristo.
3.3 Solidaridad con Cristo
88. Existe una unidad y solidaridad
fundamentales entre Cristo y todo el género humano. Mediante su encarnación,
el Hijo de Dios se ha unido, de alguna manera (quodammodo), a
todo ser humano (cf. Gaudium et spes 22)[119]. Por consiguiente, no existe ninguna
persona que no esté afectada por el misterio del Verbo hecho carne. La
humanidad, e incluso la creación entera, han sido objetivamente cambiadas por
el hecho de la encarnación, y objetivamente salvados por el sufrimiento, la
muerte y la resurrección de Cristo[120]. Sin embargo, hace falta apropiarse
subjetivamente de esta salvación objetiva (Hch 2,37-38; 3,19),
normalmente mediante el ejercicio personal de la voluntad libre a favor de la
gracia en los adultos, con o sin el Bautismo sacramental, o, en el caso de los
niños, por la recepción del Bautismo sacramental. La situación de los niños no
bautizados es problemática precisamente porque se presume su falta de voluntad
libre[121]. Su situación suscita el interrogante
acerca de la relación entre la salvación objetiva obtenida por Cristo y el
pecado original, y también la pregunta acerca del alcance exacto del término
conciliar quodammodo.
89. Cristo ha vivido, muerto y resucitado
por todos. La enseñanza de Pablo es que «al nombre de Jesús toda rodilla se doble
[…] y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor» (Flp 2,10-11);
«porque Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y
vivos»; «todos tenemos que comparecer ante el tribunal de Dios» (Rom
14,9-11). Del mismo modo la enseñanza de Juan subraya que «el Padre no juzga a
nadie, sino que todo juicio lo ha entregado al Hijo, para que todos honren al
Hijo como honran al Padre (Jn 5,22-23); «Y toda criatura del cielo, de
la tierra, de debajo de la tierra y del mar, todo lo que hay en ellos, oí que
respondían: “Al que está sentado en el trono y al Cordero, alabanza, honor,
gloria y potencia por los siglos de los siglos”» (Ap 5,13).
90. La Escritura relaciona a toda la
humanidad sin excepción con Cristo. Uno de los mayores puntos débiles de la
visión tradicional del limbo es que no queda claro si las almas tienen o no
allí una relación con Cristo; parece deficiente el cristocentrismo de esta
doctrina. Según algunas opiniones, parece que las almas en el limbo poseen una
felicidad natural que pertenece a un orden diferente del orden sobrenatural en
el que las personas eligen por o contra Cristo. Parece que ésta sea una
característica de la doctrina de Tomás de Aquino, aunque Suárez y los
escolásticos posteriores ponían de relieve que Cristo restaura la naturaleza
humana (su gracia es gratia sanans, que cura la naturaleza
humana) y con ello hace posible la felicidad natural que Santo Tomás atribuía a
las almas en el limbo. Los escolásticos tardíos de esta manera han considerado
tres posibles destinos (al menos en la práctica, ya que en principio hubieran
podido aceptar sólo dos destinos: cielo e infierno), y entendieron, contra
Agustín, que era por la gracia de Cristo por lo que numerosos niños estaban en
el limbo y no el infierno.
91. ¡Donde abundó el pecado la gracia ha
sobreabundado! Ésta es la enseñanza enfática de la Escritura, pero la idea del
limbo parece limitar esta sobreabundancia. «Con el don no sucede como con el
delito. Si por el delito de uno solo murieron todos ¡cuánto más la gracia de
Dios y el don otorgado por la gracia de un solo hombre, Jesucristo, se han
desbordado sobre todos»; «Así pues, como el delito de uno solo atrajo sobre
todos los hombres la condenación, así también la obra de la justicia de uno
solo procura toda la justificación que da la vida»; «Donde abundó el pecado,
sobreabundó la gracia» (Rom 5,15.18.20). «Pues del mismo modo que en
Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo» (1 Cor 15,22).
Es verdad que la Escritura nos habla de nuestra solidaridad con Adán en el
pecado, pero se trata del trasfondo sobre el que se coloca la enseñanza de
nuestra solidaridad con Cristo en la salvación. «La doctrina del pecado
original es, por así decirlo, el “reverso” de la Buena Nueva de que Jesús es el
Salvador de todos los hombres, que todos necesitan salvación y que la salvación
es ofrecida a todos gracias a Cristo»[122]. En muchas interpretaciones tradicionales
del pecado y de la salvación (y del limbo) se ha colocado el acento más en la
solidaridad con Adán que en la solidaridad con Cristo, o al menos se ha
presentado una concepción restrictiva de las vías a través de las cuales los
seres humanos se benefician de la solidariedad con Cristo. Ésta parece haber
sido, en particular, una característica del pensamiento de Agustín[123]: Cristo salva a pocos elegidos de la masa
de los condenados en Adán. La enseñanza de san Pablo nos impulsa a restablecer
el equilibrio y a poner en el centro de la humanidad a Cristo salvador, al
cual todos, en cierto modo, están unidos[124]. «El que es “imagen del Dios invisible”[125], es el hombre perfecto, que ha devuelto a
los hijos de Adán la semejanza divina, deformada desde el primer pecado. Puesto
que en él la naturaleza humana ha sido asumida, pero no absorbida, ha sido
elevada también en nosotros a una dignidad sublime» (Gaudium et spes 22).
Deseamos subrayar que la solidaridad de la humanidad con Cristo (o, más
precisamente, la solidaridad de Cristo con la humanidad) debe tener prioridad
sobre la solidaridad con Adán, y que es en esta óptica en la que hay que
abordar el problema del destino de los niños que mueren sin bautizar.
92. «Él es imagen de Dios invisible,
Primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas,
en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles […] Todo fue creado
por él y para él, él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su
consistencia. Él es también la cabeza del cuerpo, de la Iglesia: Él es el
principio, el primogénito de entre los muertos, para que sea él el primero en
todo» (Col 1, 15-18). El plan de Dios es «hacer que todo tenga a Cristo
por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Ef
1,10). Se da un renovado aprecio del gran misterio cósmico de la comunión en
Cristo. Éste es en realidad el contexto fundamental en el que se coloca nuestro
tema.
93. Pero no obstante, los seres humanos
han sido bendecidos con la libertad, y la libre aceptación de Cristo es el
medio ordinario de salvación. No nos salvamos sin nuestra aceptación y
ciertamente no contra nuestra voluntad. Todos los adultos, implícita o
explícitamente toman una decisión respecto a Cristo que se ha unido a ellos
(cf. Gaudium et spes 22). Algunos teólogos modernos piensan que la opción
por o contra Cristo está implicada en todas nuestras decisiones. Pero es
precisamente la ausencia de libre albedrío y de elección responsable de parte
de los niños la que lleva a la pregunta de cómo se encuentran frente a Cristo
si mueren sin bautismo. El hecho de que los niños pueden gozar de la visión de
Dios está reconocido en la praxis de su bautismo. La opinión tradicional es que
sólo mediante el bautismo sacramental estos niños se encuentran en solidaridad
con Cristo y por ello pueden acceder a la visión de Dios. Si no están
bautizados, la solidaridad con Adán tendría la prioridad. Pero podemos preguntarnos
cómo se vería modificada esta teoría si se restableciera la prioridad de
nuestra solidaridad con Cristo (es decir, de la solidaridad de Cristo con
nosotros).
94. El Bautismo para la salvación puede
ser recibido in re o in voto. Se ha entendido tradicionalmente
que la decisión implícita por Cristo que pueden hacer los adultos constituye un
votum o deseo del Bautismo y hace posible la salvación. En la visión
tradicional, esta opción no está abierta para los niños que no han alcanzado el
uso del libre arbitrio. La presunta imposibilidad del Bautismo in voto
para los niños es central para toda la cuestión. Por ello, en los últimos
tiempos se han realizado numerosas tentativas para explorar la posibilidad de
un votum en el caso de un niño no bautizado, un votum expresado
en nombre del niño por sus padres o por la Iglesia[126], o tal vez un votum realizado de
alguna manera por el niño[127]. La Iglesia nunca ha excluido esta
posibilidad, y los intentos de que el Vaticano II se pronunciara contra esta
hipótesis significativamente no prosperaron, a causa de la conciencia generalizada
de que la investigación en esta materia estaba todavía en curso, y también del
deseo generalizado de confiar a estos niños a la misericordia de Dios.
95. Es importante reconocer una «doble
gratuidad» que nos llama a la existencia y al mismo tiempo nos llama a la vida
eterna. Aunque se pueda concebir un orden puramente natural, de hecho
ninguna vida humana se vive en este orden. El orden actual es sobrenatural;
desde el primer momento de cada vida humana se abren canales de gracia. Todos
los seres humanos nacen con la humanidad asumida por Cristo mismo, y todos, en
todo momento, viven en algún tipo de relación con Él, explicitada en diversos grados
(cf. Lumen gentium 16), y aceptada también de modo diverso. Hay dos
posibles destinos finales para el ser humano en este orden sobrenatural: o la
visión de Dios o el infierno (cf. Gaudium et spes 22).
Aunque algunos teólogos medievales mantuvieron la posibilidad de un destino
intermedio, natural, obtenido por la gracia de Cristo (gratia sanans), o
sea el limbo[128], consideramos que esta solución es
problemática y deseamos indicar que otras soluciones son posibles, fundadas en
la esperanza de una gracia redentora dada a los niños que mueren sin bautizar
que les abre el camino del cielo. Creemos que, con el desarrollo de la
doctrina, la solución del limbo puede ser superada para dar lugar a una mayor
esperanza teologal.
3.4 La Iglesia y la comunión de los
santos
96. Puesto que todos los hombres
viven en alguna forma de relación con Cristo (cf. Gaudium et spes 22) y
que la Iglesia es el cuerpo de Cristo, todos viven también de algún modo en
relación con la Iglesia. Ésta tiene una profunda solidaridad o comunión con el
conjunto de la humanidad. Vive en una orientación dinámica a la plenitud de la
vida con Dios en Cristo (cf. Lumen gentium cap. 7), y quiere
atraer a todos a esta plenitud de vida. La Iglesia es, en efecto, el
«sacramento universal de salvación» (Lumen gentium 48; cf. 1; 9). La
salvación es social (cf. Gaudium et spes 12) y la Iglesia vive ya la
vida de gracia de la comunión de los santos a la cual todos son llamados, e
incluye a todos los seres humanos en toda circunstancia en sus oraciones,
especialmente cuando celebra la Eucaristía. La Iglesia incluye en su oración a
los adultos no cristianos y a los niños no bautizados que mueren. Es
significativo que, después del Vaticano II, se haya puesto remedio a la
carencia de plegarias litúrgicas por los niños que mueren sin bautizar que
existía antes del Concilio[129]. Unida por un sensus
fidei común (Lumen gentium 12) la Iglesia se
abre hacia toda persona sabiendo que todos son amados por Dios. Uno de
los motivos por el que no obtuvieron resultado los intentos de hacer que el
Vaticano II enseñara que los niños no bautizados están definitivamente privados
de la visión de Dios[130] fue el testimonio de obispos de
que ésta no era la fe de su pueblo; no correspondía al sensus fidelium.
97. San Pablo enseña que el cónyuge
no creyente de un cristiano es «santificado» por el marido o la mujer
creyentes, y que sus hijos son «santos» (1 Cor 7,14). Es una indicación
elocuente de que la santidad que reside en la Iglesia alcanza a las personas
que están fuera de sus confines visibles mediante los lazos de la comunión
humana, en este caso los lazos familiares entre marido y mujer en el
matrimonio, y entre padres e hijos. San Pablo presupone que el cónyuge y el
hijo de un cristiano creyente, en virtud de este hecho, tienen al menos una
conexión con la pertenencia a la Iglesia y la salvación; su situación familiar
«comporta una cierta introducción en la Alianza»[131]. Las palabras de Pablo no
aseguran la salvación para el cónyuge no bautizado (cf. 1 Cor 7,16) o
para el hijo, pero ciertamente, una vez más, ofrecen motivos para la esperanza.
98. Cuando un niño es bautizado,
no puede hacer personalmente una profesión de fe. En este momento son más bien
los padres y la Iglesia toda los que ofrecen un contexto de fe a la acción
sacramental. En efecto, san Agustín enseña que es la Iglesia la que presenta
al niño al bautismo[132]. La Iglesia confiesa su fe e
intercede con fuerza por el niño, realizando el acto de fe del que el niño es
incapaz de hacer. Una vez más los lazos de la comunión, a la vez natural y
sobrenatural, son activos y manifiestos. Si un niño no bautizado es incapaz de
un votum baptismi, en virtud de los mismos lazos de comunión, la
Iglesia puede tal vez interceder por el niño y formular en su nombre un votum
baptismi eficaz ante Dios. Además, la Iglesia de hecho formula este votum
en la liturgia, por la misma caridad para con todos que se renueva en cada
celebración de la Eucaristía.
99. Jesús ha enseñado: «El que no
nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios» (Jn
3,5); de ahí hemos entendido la necesidad del Bautismo sacramental[133]. Jesús ha dicho también: «Si no
coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en
vosotros» (Jn 6,53); y de ahí hemos entendido la necesidad (relacionada
estrechamente con la anterior) de la participación en la Eucaristía. No
obstante, del mismo modo que de este segundo texto no concluimos que quien no
ha recibido el sacramento de la Eucaristía no puede salvarse, no deberíamos
deducir del primero que quien no ha recibido el sacramento del Bautismo no
puede alcanzar la salvación. Lo que debemos concluir es que nadie se puede
salvar sin relación alguna con el Bautismo y la Eucaristía, y por tanto con la
Iglesia, definida por estos sacramentos. Toda salvación tiene alguna relación
con el Bautismo, la Eucaristía y la Iglesia. El principio según el cual «no
hay salvación fuera de la Iglesia» significa que no hay salvación que no
provenga de Cristo y que no sea eclesial por su misma naturaleza. Igualmente,
la enseñanza de la Escritura según la cual «sin la fe es imposible agradar [a
Dios]» (Heb 11,6) indica la función intrínseca de la Iglesia, la
comunión de fe, en la obra de la salvación. Esta función se manifiesta sobre
todo en la liturgia de la Iglesia, en cuanto ésta ruega e intercede por todos,
incluidos los niños que mueren sin bautizar.
3.5 Lex orandi, lex credendi
100. Antes del Vaticano II, en la Iglesia
latina, no había un rito de exequias para los niños no bautizados, que eran
sepultados en tierra no consagrada. En rigor tampoco existía un rito fúnebre
por los niños bautizados, aunque en este caso se celebraba una Misa de Ángeles,
y naturalmente se les daba sepultura cristiana. Gracias a la reforma litúrgica
postconciliar, el Misal Romano contiene ahora una Misa por los niños que mueren
sin bautismo, y además se encuentran plegarias especiales para este caso en el Ordo
exequiarum. Aunque en ambos casos el tono de las plegarias sea
particularmente cauto, de hecho hoy la Iglesia expresa en la liturgia la esperanza
en la misericordia de Dios a cuyo cuidado amoroso es confiado el niño. Esta
oración litúrgica refleja y a la vez da forma al sensus fidei de
la Iglesia latina acerca del destino de los niños que mueren sin bautismo: lex
orandi, lex credendi. Es significativo que en la Iglesia Católica griega
haya solamente un rito fúnebre para los niños, bautizados o no, y la iglesia
ruega por todos los niños difuntos para que puedan ser acogidos en el seno de
Abraham, donde no hay dolor ni angustia, sino sólo vida eterna.
101. «En cuanto a los niños muertos sin
Bautismo, la Iglesia sólo puede confiarlos a la misericordia divina, como hace
en el rito de las exequias por ellos. En efecto, la gran misericordia de Dios,
que quiere que todos los hombres se salven (1Tim 2,4) y la ternura de
Jesús con los niños, que le hizo decir: “Dejad que los niños vengan a mí y no
se lo impidáis” (Mc 10,14), nos permiten confiar en que haya un camino
de salvación para los niños que mueren sin Bautismo. Por esto es más apremiante
aún la llamada de la Iglesia a no impedir que los niños pequeños vengan a
Cristo por el don del santo Bautismo»[134].
3.6 Esperanza
102. En la esperanza de la que la Iglesia
es portadora para toda la humanidad y que desea proclamar de nuevo al mundo de
hoy, ¿hay una esperanza para la salvación de los niños que mueren sin Bautismo?
Hemos examinado de nuevo atentamente esta compleja cuestión con gratitud y
respeto por las respuestas dadas en el curso de la historia de la Iglesia, pero
también con la conciencia de que nos toca a nosotros dar una respuesta
coherente para el momento actual. Reflexionando dentro de la única tradición de
fe que une a la Iglesia a través de los tiempos y confiándonos completamente a
la guía del Espíritu Santo que, según la promesa de Jesús, conduce a sus
seguidores «a la verdad entera» (Jn 16,13), hemos tratado de leer los signos
de los tiempos y de interpretarlos a la luz del Evangelio. Nuestra conclusión
es que los muchos factores que hemos considerado ofrecen serias razones
teológicas y litúrgicas para esperar que los niños que mueren sin bautismo
serán salvados y podrán gozar de la visión beatífica. Subrayamos que se trata
de motivos de esperanza en la oración, más que de conocimiento cierto.
Hay muchas cosas que simplemente no nos han sido reveladas (cf. Jn
16,12). Vivimos en la fe y en la esperanza en el Dios de misericordia y de
amor que nos ha sido revelado en Cristo, y el Espíritu nos mueve a orar en
acción de gracias y alegría constantes (cf. 1 Tes 5,18).
103. Lo que nos ha sido revelado es que el
camino de salvación ordinaria pasa a través del sacramento del Bautismo.
Ninguna de las consideraciones arriba expuestas puede ser aducida para minimizar
la necesidad del Bautismo ni para retrasar su administración[135]. Más bien, como queremos confirmar en
esta conclusión, nos ofrecen poderosas razones para esperar que Dios salvará a
estos niños cuando nosotros no hemos podido hacer por ellos lo que hubiéramos
deseado hacer, es decir, bautizarlos en la fe y en la vida de la Iglesia.
* NOTA PRELIMINAR. El tema “La esperanza de
salvación para los niños que mueren sin Bautismo” ha sido sometido al estudio
de la Comisión Teológica Internacional. Para preparar este estudio se formó una
Subcomisión formada por los Exmos. Mons. Ignazio Sanna y Mons. Basil Kyu-Man
Cho, de los Rdos. Profesores Peter Damian Akpunonu, Adelbert Denaux, P.
Gilles Emery O.P., Mons. Ricardo
Ferrara, István Ivancsó, Paul McPartlan, Dominic Veliath S.D.B. (presidente de
la Subcomisión) y de la profesora Sr. Sara Butler , con la colaboración del P.
Luis Ladaria S.I., secretario general, y de Mons. Guido Pozzo, secretario
adjunto de la misma Comisión Teológica, y con las contribuciones de los otros
miembros. La discusión general tuvo lugar con ocasión de las sesiones plenarias
de la CTI celebradas en Roma en diciembre de 2005 y en octubre de 2006. El
texto presente fue aprobado en forma específica por la Comisión y fue sometido
a su presidente, el Cardenal William J. Levada, el cual, una vez recibido el
consenso del Santo Padre en la audiencia concedida el 19 de enero de 2007, ha
autorizado su publicación.
____________________________
[1] Los textos bíblicos citados en este
documento están sacados de la Biblia de Jerusalén. Con todo, en algunas
ocasiones se ha cambiado la traducción para respetar las opciones del original.
[2] Cf. Commissione Teologica Internazionale,
Comunione e servizio. La persona umana creata a immagine di Dio, Città
del Vaticano 2005.
[3] «Belén, no estés triste, anímate ante la
muerte de los santos niños, porque ellos, como víctimas perfectas, han sido
ofrecidos a Cristo Soberano, inmolados por él, reinarán con él»: Exapostiliarion
del Orthros (Maitines) de la liturgia bizantina del 29 de diciembre
(Memoria de los santos niños muertos por Herodes), en Anthologion di tutto
l’anno, vol. 1, Roma 1999, 1199.
[4] Congregación para la Doctrina de la Fe, Pastoralis
Actio, n. 13, en AAS 72 (1980) 1144.
[5] Catecismo de la Iglesia Católica, 1261.
[6] Catecismo de la Iglesia Católica, 1058.
[7] Catecismo de la Iglesia Católica, 1821.
[8] Cf. Gn 22,18; Sab 8,1; Hch 14,17; Rom 2,6-7;
1 Tm 2,4; Sínodo de Quiercy, en H. Denzinger-P. Hünermann, El
Magisterio de la Iglesia. Enchiridion Symbolorum, Definitionum et
Declarationum, Barcelona 1999 [en adelante DH]; cf. también Nostra
aetate 1.
[9] Las traducciones del Concilio Vaticano II
son del traductor.
[10] Cf. Sínodo de Quiercy (DH 623).
[11] Cf. D.
Weawer, «TheExegesis of Romans 5:12 among the Greek Fathers and its Implication
for the Doctrine of Original sinn: The 5th – 12th Centuries»,
en ST. Vladimir’s
Theological Quarterly 29
(1985) 133-159; 231-257.
[12] (Pseudo-)Atanasio, Quaestiones ad
Antiochum ducem, q. 81 (PG 28,660C). Análogamente en q.115 (PG 28,672A).
[13] Anastasio del Sinaí, Cuestiones et
responsiones, q. 81 (PG 89,709C).
[14] Cf. Gregorio de Nisa, De infantibus
prameture abreptis libellum, ab H. Polack ad editionem praeparatum in
colloquio Leidensi testimoniis instructum renovatis curis recensitum edendum
curavit H. Hörner, in J.K. Downing – J.A. McDonough – H. Hörner (ed. cur.), Gregorii
Nysseni opera dogmatica minora, Pars II, W. Jaeger – H. Langerbeck – H.
Hörner (eds.), Gregorii Nysseni opera, volumen III, Pars II, Leiden –
New York – Kobenhavn – Köln, 1987, 65-97.
[20] Gregorio Nacianceno, Oratio XL. In
sanctum baptisma, 23 (PG 36, 389BC).
[21] Anastasio del Sinaí, Quaestiones et
responsiones, q. 81 (PG 89,709C).
[22] Cf. Pelagio, Expositio in Epistolam ad
Romanos, en Expositiones XIII epistolarum Pauli, A. Souter (ed.),
Cambridge, 1926.
[23] Agustín, Epistula 156 (CSEL
44,448s); 175,6 (CSEL 44,660-662); 176,3 (44,666s); De peccatorum meritis et
remissione et de baptismo parvulorum 1,20,26; 3,5.11-6.12 (CSEL 60, 25s;
137-139); De gestis Pelagii 11, 23-24 (CSEL 42,76-78).
[24] Cf. De pecc. mer. 1,15,21 (CSEL
60,20s); Sermo 294,3 (PL 38,1337); Contra Iulianum 5,11,44 (PL
44,809).
[25] Cf. De pecc. mer. 1,34,63
(CSEL 60,63s).
[26] Cf. De gratia Christi et de peccato
originali 2,40,45 (CSEL 42,202s) ; De nuptiis et concupiscentia 2,18,33
(CSEL 42,286s).
[27] Cf. Sermo 293,11 (PL 38,1134).
[28] Cf. De pecc. mer. 1,9-15,20 (CSEL
60,10-20).
[29] «Cur ergo pro illis Christus mortuus est
si non sunt rei?», en De nup. et conc. 2,23,56 (CSEL 42,513).
[30] Cf. Sermo 293,8-11 (PL 38,1333s).
[31] Sermo 294,3 (PL 38,1337).
[32] De pecc. mer. 1,28,55 (CSEL
60,54).
[33] Enchiridion ad Laurentium 93 (PL
40,275); cf. De pecc. mer. 1,16,21 (CSEL 60, 20s).
[34] C. Iul. 5,11,44 (PL 44,809).
[35] Cf. Conta Iulianum opus imperfectum 4,122
(CSEL 85,141-142).
[36] Contra duas Epistolas Pelagianorum
2,7.13 (CSEL 60,474).
[37] Sermo 294,7,7 (PL 38,1339).
[38] Después de haber enseñado la voluntad
salvífica de Dios hasta el comienzo de la controversia pelagiana (De
Spiritu et litera 33,57-58 [CSEL 60,215s]), Agustín ha limitado más tarde
en modos diversos la universalidad del «todos» en 1 Tm 2,4; todos aquellos (y
solamente aquellos) que serán efectivamente salvados; todas las categorías
(hebreos y gentiles), no todas las personas individuales; muchos, o
sea no todos (Enchir. 103 [PL 40,280]; C. Iul. 4,8,44 [PL
44,760]). A diferencia del jansenismo, no obstante, Agustín ha enseñado
siempre que Cristo ha muerto por todos, incluso los niños («Numquid [parvuli]
aut homines non sunt ut non pertineant ad id quod dictum est, omnes homines [1
Tm 2,4]?»; C. Iul. 4,8,42 [PL 44,759], cf. C. Iul. 3,25,58 [PL
44,732]; Sermo 293,8 [PL 38,1333]), y que Dios no manda cosas
imposibles (De civitate Dei 22,2 [CSEL 40,583-585]; De natura et
gratia 43,50 [CSEL 60,270]; Retractaciones 1,10,2 [PL 32,599]. Para
un análisis más profundo de este tema, véase F. Moriones (ed.), Enchiridion
theologicum Sancti Augustini, Madrid 1961, 327s y 474-481.
[39] Cf. Enchir.
94-95 (PL 40,275s); De nat. et grat. 3,3-55 (PL 44,249s).
[40] DH 223. Esta enseñaza fue recogida por el
Concilio de Trento: Concilio de Trento, sesiónquinta, Decreto sobre el
pecado original [DS 1514].
[41] DH 224: «Item placuit, ut si quis dicit,
ideo dixisse Dominum: “ In domo Patris mei mansiones multae sunt” (Io 14,2), ut
intelligatur, quia in regno caelorum erit aliquis medius au ullus alicubi
locus, ubi beati vivant parvuli, qui sine baptismo ex hac vita migrarunt, sine
quo in regnum caelorum, quod est vita aeterna, intrare non possunt, anatema
sit». Cf. C. Munier (ed.) , ConciliaAfricae A. 345 – A. 525, Turnhout
1974, 70. Este canon está presente en algunos manuscritos, pero no en otros. No
lo ha recogido el Indiculus. Cf DH 238-249.
[42] Gregorio Magno, Moralia 9,21, en
el comentario a Job 9,17 (PL 75,877). Véase también Moralia 12,9 (PL
75,992-993) y 13,44 (PL 75,1038).
[43] Cf. Anselmo de Canterbury, De conceptu
virginali et de originali peccato, cap. 28 (F.S. Schmitt [ed.], t. II,
170-171).
[44] Cf. Hugo de San Víctor, Summa
Sententiarum, trac. V, cap. 6 (PL 176, 132).
[45] Cf. Pedro Abelardo, Commentaria in
Epistolam Pauli ad Romanos, liber II [5,9] (Corpus Chtistianorum,
Continuatio Mediaevalis 11,169-170).
[46] Cf. Pedro Lombardo, Sententiae, lib.
II, dist. 33, cap. 1,I (I. Brady [ed.], t. I/2 , Grottaferrata
1971,520).
[47] Cf. Inocencio III, Carta a Imberto,
arzobispo de Arlés, Maiores Ecclesiae causas (DH 780): «Poena originalis
peccati est carentia visionis Dei, actualis vero poena peccati est gehennae
perpetuae cruciatus» («La pena del pecado original es la carencia de la visión
de Dios; la pena del pecado actual es el tormento del infierno eterno»).Esta
tradición teológica identificaba con los «tormentos del infierno» las penas
aflictivas, tanto sensibles como espirituales; cf. Tomás de Aquino, IV
Sent., dist. 44,q.3,a.3, qla 3; dist. 50, q. 2,a.3.
[48] Concilio II de Lyon, Profesión de fe
de Miguel Paleólogo (DH 852); Juan XXII, Carta a los armenios, Nequaquam
sine dolore (DH 926); Concilio de Florencia, Decreto Laetentur caeli
(DS 1306).
[49] Tomás de Aquino, II Sent., dist.
33, q.2,a.2; De malo, q. 5, a. 3; J. Duns Escoto, Lectura II,
dist. 33, q. un.; Ordinario II, dist. 33, q. un.
[50] Tomás de Aquino, De malo, q. 5, a.
3: «Anime puerorum […] carent supernaturali cognitione que hic in nobis per
fidem plantatur, eo quod nec hic fidem habuerunt in actu, nec sacramentum fidei
susceperunt […]. Et ideo se privari tali bono anime puerorum non
cognoscunt, et propter hoc non dolent». Cf. ib. ad 4, ed. Leonina, vol. 23, 136.
[51] Roberto Bellarmino, De amissione
gratiae, VI, c. 2 y c. 6, en Opera, vol. 5, Paris 1873, 458; 470.
[52] Cf. Paulo III, Alias cum felicitate (23
de septiembre de 1535) en J. Laurentii Berti Florentini, Opus de theologicis
disciplinis, vol. V, Venetiis, Ex Typographia Remondiniana, 1970, 36; Paulo
III, Cum alias quorumdam (11 de marzo de 1538), vol. I, ib., 167-168;
Benedicto XIV, Dumpraeteritomense (31 de julio de 1748); Non sine
magno (30 de diciembre de 1750); Sotto il 15 di luglio (12 de mayo
de 1751, en Benedicti XIV Acta sive nondum sive sparsim edita nunc autem
primum collecta cura Raphaelis de Martinis, Neapoli 1894, vol. I, 554-557;
col. II. 74 y 412-413. Para otros textos y referencias, cf. G. J. Dyer, The
Denial of Limbo and the Jansenist Controversy, Mundelein (Illinois) 1955,
139-159; en particular véase, en las pp. 139-142, la relación de las
discusiones en el pontificado de Clemente XIII en 1758-1759, según el
manuscrito 1485 de la Biblioteca Corsiniana, Roma, 41.C.15 («Cause
trattate nella S. C. del Sant’Uffizio di Roma dal 1733 al 1761»).
[53] Pío VI, Bula Auctorem fidei (DS
2626). Sobre este tema cf. G.J. Dyer, The Denial of Limbo and the Jansenist
Controversy, 159-170.
[54] Schema reformatum constitutionis
dogmaticae de doctrina catholica, cap. V, n. 6, in Acta et Decreta
Sacrorum Conciliorum Recentiorum, Collectio Lacensis, t. 7, Friburgi
Brisgoviae, 1890, 565.
[55] Para una reseña de la discusión y de
algunos nuevas soluciones propuestas antes del Concilio Vaticano II, cf. Y.
Congar, «Morts avant l’aurore de la raison», en Vaste monde ma paroisse:
Verité et dimensions d Salut, Paris 1959, 147-183; G.J. Dyer, Limbo. Unsettled
Question, New York 1964, 93-182 (con una amplia bibliografía en
las pp. 192-196); W.A. van Roo, «InfantsDying without Baptism: a Survey of
Recent Literature and Determination of the State of the Question», en Gregorianum
35 (1954) 406-473; A. Michel, Enfants morts sans baptême, Paris 1954; C.
Journet, La volonté divine salvifique sur les petits enfants, Paris
1958; L. Renwart, «Le baptème des enfants et les limbes», en Nouvelle Revue
Théologique 80 (1958) 449-467 ; H. de Lavalette, «Autour de la question des
enfants morts sans baptême», ib. 82 (1960) 56-69 ; P. Gumpel,
«UnbaptizedInfants: May They be Saved», en The Downside Review 72 (1954)
342-358 ; Id., «UnbaptizedInfants : A Further Report», en ib. 73 (1955) 317-346
; V. Wilkin, From Limbo to Heaven : An Essay on the Economy of Redemption, New
York 1961. Después del
Vaticano II: E. Boismard, Réflexionssur le sort des enfants mots sans
baptême, Paris 1974.
[56] Para las referencias, cf. G. Alberigo
(dir.), Storiadel Concilio Vaticano II, vol. I: A. Melloni (ed.), Il
cattolicesimo verso una nuova stagione. L’annunzio e la preparazione: gennaio
1959-settembre 1962, Bologna 1995, 236-262; 329-332.
[58] Sobre estas propuestas y los
interrogantes que suscitaban, cf. G.J. Dyer, The Denial of Limbo, 102-122.
[59] Pío XII, «Allocuzione al Congresso
dell’Unione Cattolica Italiana delle Ostetriche», en AAS 43 (1951) 841.
[60] Cf. Pío XII, Carta encíclica Humani
generis, en AAS 42 (1950) 570: «Alii veram “gratuitatem” ordinis
supernaturalis corrumpunt, cum autumnent Deum entia intellectu praedita condere
non posse, quin eadem ad beatificam visionem ordinet et vocet» (cf. DH 3891).
[61] Cf. Lumen gentium 15-16; Nostra
aetate 1; Dignitatis humanae 11; Ad gentes 7.
[62] Cf. por ejemplo, entre otros, las
observaciones de K. Rahner, «DiebleibendeBedeutung des II Vatikanischen
Konzils», en Id., Schriften zur Theologie, B. XIV,
Zürich-Köln-Einsiedeln 1980, 314-316. Con matices diversos: J. - H. Nicolas, Synthèse
Dogmatique. De la Trinité à la Trinité, Freibourg-Paris 1985, 848-853. Cf.
también las observaciones de J. Ratzinger, que, como teólogo privado, expresó
sus consideraciones en V. Messori a colloquio con il cardinale J. Ratzinger, Rapportosullafede,
Cinisello Balsamo (Mi) 1985,154-155.
[63] Cf. más arriba la nota 38.
[64] Pío IX, Cartaencíclica Quanto
conficiamur, 10 de septiembre de 1863 (DH 2688): « […] qui […] honestam
rectamque vitam agunt, posse, divinae lucis et gratiae operante virtute,
aeternam consequi vitam, cum Deus, qui omnium mentes, animos, cogitationes
habitusque plane intuetur, scrutatur et noscit, pro summa sua bonitate et
clementia minime patiatur, quempiam aeternis puniri suppliciis, qui voluntarie
culpae reatum non habeat».
[65] Inocencio III, Carta a Imberto, arzobispo
de Arlés, Maiores Ecclesiae causas (DH 780).
[66] Concilio II de Lyon, Profesión de fe
de Miguel Paleólogo (DH 858); cf. más arriba la nota 48.
[67] En AAS 43 (1951) 841, cf. la nota 59.
[68] Cf. más arriba 1.6 y más adelante 2.4.
[69] Cf. Ef 1,5.9, «el beneplácito (eudokía)
de su voluntad».
[70] Cf. Lc 10,12, «y aquel a quien el Hijo se
lo quiera (bouletai) revelar».
[71] Cf. 1 Cor 12,11: «distribuyéndolas a cada
uno… según su voluntad (bouletai)».
[73] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 307.
[76] Cf.
Ireneo, Adv. Haer. I 10,1 (SCh 264, 156).
[77] Tomás de Aquino, Summa Theologiae
III, q.26,a.1, corpus.
[78] Juan Pablo II, Carta encíclica Redemptoris
missio, 5.
[79] Congregación para la Doctrina de la Fe,
Declaración Dominus Iesus, 14.
[80] Otros testimonios de las creencias judías
acerca de la influencia de Adán en los tiempos de Pablo son: 2 Apoc. Bar. 17,3;
23,4; 48,42; 54,15; 4 Esdras 3,7; 7,118: «Oh Adán, ¿qué has hecho? Aunque hayas
pecado tú, la caída no ha sido solamente tuya, sino también nuestra, de los que
somos tus descendientes».
[81] Cf. Rom 3,81: «Todos pecaron y están
privados de la gloria de Dios»
[82] En la Iglesia occidental la frase griega eph’hô
se entendía como una cláusula relativa con un pronombre masculino que se
refería a Adán, o un pronombre neutro que se refería al pecado (peccatum)
(cf. Vetus Latina y Vulgata, in quo). Inicialmente Agustín aceptó ambas
interpretaciones, pero, al caer en la cuenta de que la palabra griega que
significaba pecado era femenina (hamartía), optó por la primera
interpretación, che indicaba la incorporación de todos los seres humanos en
Adán. Agustín fue seguido por muchos teólogos latinos, que decían «sive in
Adamo, sive in peccato» o «in Adamo». Esta última interpretación no era
conocida en la Iglesia de Oriente antes de Juan Damasceno. Diversos padres griegos
entendieron eph’hô como «a causa del cual», o sea, de Adán, «todos han
pecado». La frase también ha sido interpretada como una conjunción, y
traducida por «puesto que, por el hecho de que», «a condición de que» o «a
causa de esto». J. Fitzmyer (Romans [American Bible 33], New York 1992,
413-416) examina once posibles interpretaciones y se inclina por un significado
de tipo consecutivo: «Eph’hô significaría por tanto que Pablo expresa un
resultado, la consecuencia de la triste influencia de Adán sobre la humanidad
a través de la ratificación de su pecado en los pecados de todos los seres
humanos» (p. 416).
[83] De nuptiis et concupiscentia II
12,15 (PL 44,450): «Non ego finxi originale peccatum quod catholica fides
credet antiquitus».
[84] El Catecismo de la Iglesia Católica 404
habla de «un pecado que será transmitido por propagación a toda la humanidad,
es decir, por la transmisión de una naturaleza humana privada de la santidad y
de la justicia originales». Y añade: « Por eso, el pecado original es llamado
“pecado” de manera análoga: es un pecado “contraído”, no “cometido”, un estado
y no un acto».
[85] Concilio de Trento, Sesión Quinta, Decreto
sobre el pecado original (DH 1512).
[86] Catecismo de la Iglesia Católica, 389.
[87] Cipriano, Epistola ad Iubaianum
73,21 (PL 3,1123); cf. también Concilio de Florencia, Bula Cantate Domino
(DH 1351): «[La Iglesia] firmemente cree, confiesa y predica que, “nadie que no
esté dentro de la Iglesia católica, no sólo paganos”, sino también judíos,
herejes y cismáticos pueden ser hechos partícipes de la vida eterna, sino que
“irá al fuego eterno “preparado para el diablo y sus ángeles” (Mt 25,41), a no
ser que antes de su muerte se uniere con ella […]. “Y nadie, por más limosnas
que hiciere, aunque derramara su sangre por el nombre de Cristo, puede
salvarse, si no permaneciere en el seno y unidad de la Iglesia católica”
(Fulgencio de Ruspe, Liber de Fide, ad Petrum liber unus, 38,79 y
39,80)».
[88] Cf. Bonifacio VIII, Bula UnamSanctam:
«Porro subesse Romano Pontifici omni humanae creaturae declaramus, dicimus,
diffinimus omnino esse de necessitate salutis» (DH 875; cf. DH 1351) ( «Declaramos,
afirmamos y definimos que estar sometidos al Romano Pontífice es necesario para
la salvación para toda criatura humana»).
[89] Pío IX, Alocución Singulari quaedam
(DH 2865, en la introducción).
[90] Carta del Santo Oficio al Arzobispo de
Boston (DS 3870).
[91] Juan Pablo II, Redemptoris missio, 10.
[92] Policarpo podría ser un testigo indirecto
de ello, puesto que declara al procónsul: «Desde hace 86 años sirvo [a
Cristo]», en Martyrium Polycarpi 9,3. El martirio de Policarpo se
remonta probablemente a los años finales del reinado de Antonino Pío (156-160).
[93] Concilio de Trento, Sesiónquinta, Decreto
sobre el pecado original (DH 1514). El canon cita el canon segundo del
Concilio de Cartago (418) (DH 223).
[94] A la luz de los textos del Antiguo
Testamento que se refieren a la efusión del Espíritu de Dios, la idea principal
de Jn 3,5 parece referirse al don del Espíritu de parte de Dios. Si la vida
natural se atribuye al hecho de que Dios da el espíritu a los seres humanos,
de modo análogo la vida eterna comienza cuando Dios da su Espíritu a los seres
humanos. Cf. R. E. Brown, The Gospel according to John
(I-XII), The Anchor Bible, vol. 29, New York 1966,140. A propósito de este punto Brown observa:
«El motivo bautismal que está entretejido en el texto de toda la escena es
secundario: la frase “de agua”, en la que el motivo bautismal se expresa más
claramente, puede haber formado parte desde siempre del episodio incluso si
originariamente no hacía ninguna referencia específica al bautismo cristiano;
también la frase podría haber sido añadida posteriormente a la tradición para
poner de relieve el motivo bautismal» (ib. 143). El Señor subraya la necesidad
de nacer «de agua y de Espíritu» para entrar en el reino de Dios. En la
tradición cristiana esto ha sido visto siempre como una referencia al
«sacramento del Bautismo», aunque la lectura “sacramental” es una limitación
del significado pneumatológico. Leído de esta manera, nos podemos preguntar si
el texto enuncia un principio general sin excepciones. Debemos ser conscientes
de esta pequeña diferencia de interpretación.
[95] Tomás de Aquino, Summa Theologiae III
q. 68,a. 2, corpus.
[96] Concilio de Trento, Sesión sexta, Decreto
sobre la justificación (DH 1524).
[97] Teofilacto, In 1 Tim 2,4 (PG
125,32): Ei pantas antrôpous thelê sôthênai ekeinos, thele kai su, kai mimou
ton theon.
[98] Es notable que la editio typica de
la encíclica del papa Juan Pablo II, Evangelium vitae, haya sustituido
el texto del número 99: «Os daréis cuenta de que nada se ha perdido y podréis
pedir perdón también a vuestro hijo, que ahora vive en el Señor» (una
formulación que podía prestarse a una interpretación errónea) por este texto
definitivo: «Infantem autem vestrum potestis Eidem Patri Eiusque misericordiae
cum spe committere»; (cf. AAS 87 [1995] 515), que se traduce así: «Podéis
confiar con esperanza a vuestro hijo a este mismo Padre y a su misericordia».
[99] Juan
Crisóstomo, In 1 Tim homil. 7,2 (PG 62,536): Mimou ton Theon. Ei
pantas antrôpous thelei sôthênai, eikotôs huper hapantôn dei euchesthai.
[100] Véase más arriba el capítulo 1.
[101] Véase más arriba el capítulo 2.
[102] Y. Congar, Vaste monde ma paroisse. Vérité
et dimensions du Salut, Paris 1968,169 : «Un de ceux dont la
solution est la plus difficile en synthèse théologique».
[103] Véase más arriba, capítulo 1.5 y 1.6.
[104] Cf.
eventos como el Live Aid (1985) y el Live 8 (2005).
[105] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica 1261
[106] «Cristo ha resucitado de entre los
muertos, ha vencido la muerte con su propia muerte, y ha dado la vida a los
muertos que estaban en los sepulcros». En la tradición bizantina este verso
pascual se canta muchas veces en cada uno de los cuarenta días del tiempo de
Pascua. Es por tanto el principal himno pascual.
[107] En todas sus celebraciones y ceremonias
la liturgia bizantina alaba el amor misericordioso de Dios: «Porque tú eres un
Dios misericordioso y amante de los hombres, nosotros te glorificamos, Padre,
Hijo y Espíritu Santo, ahora y siempre, y por los siglos de los siglos».
[108] Cf. Agustín, De natura et gratia 43,50
(Pl 44,271).
[109] Tomás de Aquino, Summa Theologiae III
q. 67,a.7; cf. III 64,3; III 66,6; III 68,2.
[110] Véanse más adelante 3.4 y 3.5.
[111] Cf. Tomás de Aquino, In IV. Sent. Dist.
1, q.2, a.4; q.1 a 2: «In quolibet statu post peccatum fuit aliquod remedium
per quod originale peccatum ex virtute passionis Christi tolleretur».
[112] Cf. más arriba la n. 109.
[113] Cf.
Agustín, Ep. 102, 2,12 (PL 33,374).
[114] León
Magno, In nat. Domini
4,1 (PL 54,203) :
«Sacramentum salutis humanae nulla unquam antiquitate cessavit […]. Semper
quidam, dilectissimi, diversis modis multisque mensuris humano generi bonitas
divina consuluit. Et plurima providentiae suae munera omnibus retro saeculis
clementer impertuit».
[115] In IIIam Part. q. 68, a. 11:
«Rationabile esse ut divina misericordia provideret homini in quocumque
naturali statu de aliquo remedio salutis» (Es razonable que la misericordia
divina ofrezca al ser humano, en cualquier estado en que este se encuentre,
algún remedio de salvación). Cayetano se refiere a los tiempos de antes de
Cristo, cuando existía un tipo de sacramentum naturae, por ejemplo la
oferta de un sacrificio, que era la ocasión, pero no la causa, de la gracia.
Según su interpretación, los seres humanos antes de Cristo se encontraban «en
el tiempo de la ley de la naturaleza» y entendía la situación de los niños sin
bautizar de manera similar. Por ello aplicó este principio a favor de la idea
del limbo como destino de estos niños. Pero el punto fundamental de su
razonamiento, es decir, que en toda época histórica y en toda circunstancia Dios
se preocupa de la humanidad y ofrece oportunidades apropiadas para la
salvación, es muy importante, y no conduce necesariamente a la conclusión del
limbo.
[116] Inocencio III, CartaaImberto, arzobispo
de Arlés (DS 780): «Absit enim, ut universi parvuli pereant, quorum quotidie
tanta multitudo moritur, quin et ipse misericors Deus, qui neminem vult perire,
aliquod remedium procuraverit ad salutem […] Dicimus distinguendum, quod
peccatum est duplex: originale scilicet et actuale: originale, quod absque
consensu contrahitur, et actuale, quod committitur cum consensu .
Originaleigitur, quod sineconsensu contrahitur, sine consensu per vim
remittitur sacramenti […]».
[118] La situación de los niños no bautizados
puede ser considerada mediante la analogía con la de los niños bautizados, como
se hace aquí. De manera más problemática puede ser tal vez considerada por
medio de la analogía con la de los adultos no bautizados; véase más adelante la
nota 127.
[119] Los Padres de la Iglesia se complacen en
la reflexión acerca de la asunción de parte de Cristo de la humanidad entera; por
ejemplo, Ireneo, Adv. Haer. III 19,3 (SCh
211,380); Epideixis 33 (SCh 406,130-131); Hilario de Poitiers, In Mt.
4,8 (SCh 254, 130); 18,6 (SCh 258, 80); Trin. II 24 (CCL 62,60); Tr. Ps.
51,17; 54,9 (CCL 61, 104;146), etc.; Gregorio de Nisa, In Cant. Or. II
(Opera, ed. Jaeger VI 61), Adv. Apol. (Opera III/1, 152): Cirilo
de alejandría, In Joh. Evang. I 9 (PG 73,161-164); León Magno, Trac. 64,3;
72,2 (CCL 138 A, 392; 442s).
[120] Algunos Padres daban un valor salvífico a
la encarnación misma, por ejemplo Cirilo de Alejandría, Comm. in Joh. 5
(PG 73,753).
[121] Véase mas adelante la nota 127.
[122] Catecismo de la Iglesia Católica
389.
[123] Por ejemplo, Agustín, Enarr. in Ps. 70,
II 1 (PL 36, 891): «Omnis autem homo Adam; sicut in his qui crediderunt, omnis
homo Christus, quia membra sunt Christi». Este texto muestra la dificultad con
que se encuentra Agustín para considerar la solidaridad con Cristo tan
universal como la solidaridad con Adán. Todos se encuentran en una condición de
solidaridad con Adán; solamente aquellos que creen se encuentran en una
condición de solidaridad con Cristo. Ireneo es más equilibrado en su doctrina
de la recapitulación; cf. Adv. Haer. III 21,10, V 12,3; 15,4;
34,2.
[124] Con la encarnación; cf. Gaudium et
spes 22.
[125] Col 1,15; cf. 2 Cor 4,4.
[126] Véase más adelante, 3.4.
[127] Acerca de la posibilidad de un votum por
parte del niño, el desarrollo hacia el libre arbitrio podría tal vez concebirse
como un desarrollo progresivo, que parte en el primer momento de la existencia
y llega hasta la madurez, más que como un repentino salto cualitativo que
conduce al ejercicio de una decisión madura y responsable. La existencia del
niño en el seno materno es un continuum de crecimiento y de vida humana;
no se hace repentinamente humana en un momento dado. De ahí se sigue que los
niños podrían ser capaces efectivamente de ejercitar alguna forma de votum
rudimentario en analogía con el de los adultos no bautizados. Según algunos
teólogos la sonrisa de la madre mediaría el amor de Dios hacia el niño, por lo
cual se ha visto en la respuesta del niño a esta sonrisa una respuesta a Dios
mismo. Algunos psicólogos y neurólogos modernos están convencidos de que el niño
en el seno materno es ya de alguna manera consciente y dispone de una cierta
medida de libertad. Cf. V. Frankl, Der unbewusste Gott. Psychotherapie
und Religión, München 1973; D. Amen, Healing the Hardware of the Soul, New
York 2002.
[128] Cf. más arriba, número 90.
[129] Véase más adelante, 3.5.
[130] Véase más arriba, cap 1.6..
[131] Cf. Y. Congar, Vaste monde ma
paroisse, 171.
[132] Cf. Agustín, Primera Carta a Bonifacio,
22,40 (PL 44,570).
[133] Cf. más arriba, nota 94.,
[134] Catecismo de la Iglesia Católica 1261.
[135] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1257.
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