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"Uma vez que, como todos os fiéis, são encarregados por Deus do apostolado em virtude do Batismo e da Confirmação, os leigos têm a OBRIGAÇÃO e o DIREITO, individualmente ou agrupados em associações, de trabalhar para que a mensagem divina da salvação seja conhecida e recebida por todos os homens e por toda a terra; esta obrigação é ainda mais presente se levarmos em conta que é somente através deles que os homens podem ouvir o Evangelho e conhecer a Cristo. Nas comunidades eclesiais, a ação deles é tão necessária que, sem ela, o apostolado dos pastores não pode, o mais das vezes, obter seu pleno efeito" (S.S. o Papa Pio XII, Discurso de 20 de fevereiro de 1946: citado por João Paulo II, CL 9; cfr. Catecismo da Igreja Católica, n. 900).

sábado, 2 de novembro de 2019

O Justíssimo Juízo Divino X O Imperfeito e Frágil Juízo Humano


O Juízo Divino
X
O Juízo Humano

Hay también outra vista terribilísima al fin de esta vida en el punto que expira el alma, por la cual será a los pecadores muy horrible aquella hora; y es la vista de los pecados, cuya fealdad, gravedad y multitud se verá entonces clara y distintamente, aunque ahora ignoramos muchos y no conocemos la fealdad de ellos. Pero en el punto en que parte uno de esta vida se descubrirán todos con la misma gravedad, horribilidad y número que tienen entre sí. Esto nos significó el profeta Daniel, cuando dijo que el trono del tribunal de Dios era de llamas de fuego. Porque el fuego no sólo quema, sino alumbra; así, en el juicio divino, no sólo se ejercitará el rigor de la divina justicia, sino que se descubrirá la horribilidad de la malicia humana. No sólo estará el Juez severo, sino que se descubrirán nuestros pecados latentes, y su vista bastará para hacernos estremecer de pena y espanto. Porque así como la vista del Juez aterrará a los pecadores, así también la vista de sus pecados les asombrará, principalmente viendo que están claramente manifiestos al mismo que es Juez y parte. Por lo cual se dice en un salmo (89, 7): Desmayamos, Señor, con tu ira, y con tu furor somos conturbados. Y añadiendo luego la razón de tan gran turbación y desmayo, dice: Pusiste nuestras maldades delante de tu acatamiento. Porque al ver la multitud y gravedad de sus culpas hará a los pecadores temblar y causará en ellos ansias infernales.

Ahora está cubierta la fealdad del pecado, y así no nos asombra; pero en aquel punto se descubrirá toda su deformidad, y aterrará con sola su vista. Ahora nos parecen ligeros los pecados, y la multitud de ellos no conocemos; pero a la salida de esta vida nos parecerán tan pesados, que nos serán insoportables. Porque así como una gran viga, mientras está en el agua, un niño la puede mover y traer a una parte y outra, y la mitad de ella está hundida y escondida debajo de las aguas, pero al sacarla del rio se halla tan pesada que muchos hombres no la pueden mover, y se descubre toda entera, así también en las aguas de esta vida, tan deleznable y borrascosa, no nos parecen graves nuestras culpas, y la mitad de ellas se nos esconden; pero al salir de la vida nos parecerán con toda gravedad incomparables y se nos descubrirán del todo.

Sin duda ninguna serán dos espadas agudas que atraviesen la conciencia del pecador, cuando vea delante de los ojos tan innumerable multitud de culpas y la horrible monstruosidad de ellas. Y empezando por la multitud, quedará pasmado cuando eche de ver tantos pecados que él ignoraba; y lo que más es, lo que pensaba estar bien hecho, hallará ser culpa. Muchas acciones que a los ojos humanos parecen virtudes, serán en el acatamiento divinos juicios. Porque si hay tan grande diferencia em los juicios humanos, que lo que muchas veces juzgan los mundanos y mozos por bien hecho, los sabios y ancianos lo juzgan por desacierto y pecado, ¿cuánta diferencia habrá de los juicios divinos a los de los hombres, pues el mismo Espiritu Santo dijo por sus profetas que los juicios de Dios eran un grande abismo (Ps. 35, 7), que distaban sus pensamientos de los pensamientos de los hombres cuanto va del Cielo a la tierra? (Is. 55, 9). Y si los hombres espirituales tienen tan perspicaces ojos, que condenan con verdad lo que los temporales alaban, ¿qué ojos serán los divinos para conocer mancha aun en una pureza que parezca angélica? Y si en los ángeles halló maldad (como dice la Escritura) (Job. 4, 18), en los hombres no se le esconderá vicio. El mismo Señor dice por uno de sus profetas: Escudriñaré a Jerusalén con candelas (Sof. 1, 12). Si tal averiguación se ha de hacer em la ciudad santa de Jerusalén, ¿qué será en Babilonia? Si en los justos ha de haber tal rigor, ¿cómo se disimulará con los enemigos de Dios? Allí han de salir a plaza cuantas obras hicimos y las que dejamos de hacer; y se descubrirá por culpa, no sólo lo malo que hicimos, sino lo bueno que no hicimos debiendo hacerlo; no sólo se nos ha de tomar cuenta de lo malo que obramos, sino también de lo bueno, porque no lo hicimos bién. Todo se ha de desenvolver y remirar y apurar y pasar por muchos ojos.

El demonio, como acusador, revolverá el proceso de la vida, y calumniará cuanto sabe de ti. Y aunque el demonio no lo supiese todo, no por eso se disimulará; porque tu conciencia dará voces y te acusará también. Y porque podrá ser que la conciencia no echase de ver todo su mal, no por eso se pasará entre rengiones; que el mismo ángel de guarda que ahora es nuestro ayo, entonces será también fiscal y acusador contra los pecadores declarando la justicia divina; y lo que la própria alma ignora de sus culpas, él las confesará. Y si los ojos del demonio y la confesión de la própria conciencia, y el testimonio del ángel no lo declararen todo, porque podrían no saberlo, el mismo Juez, que es parte y testigo juntamente, con su infinita sabiduría lo publicará; porque con más que ojos de lince penetrará lo profundo de nuestra voluntad, declarando ser muchas cosas vicios, que se tenían por virtudes. ¡Oh extraña manera de juicio, donde ninguno habrá que niegue, donde todos son acusadores, hasta la misma parte y el mismo Juez! ¡Oh tremendo juicio, donde ningún abogado hay, y habrá cuatro acusadores! El demonio te acusará, el ángel te acusará, tu conciencia te acusará y el mismo Juez te acusará aun de muchas cosas con que por ventura pensabas defenderte.

¡Oh, qué grande confusión será que se cuente por delito lo que pensabas ser servicio! ¿Quién pensara que al llegar Oza a detener el arca del testamento cuando se iba a caer no fuese bien hacho? Pero castigólo el Señor como gran pecado con pena de muerte desastrada (2 Sam., 6, 8), mostrando ser diversos sus juicios divinos de los nuestros humanos. ¿Quién pensara que el querer saber David el número de su pueblo no era prudencia y gobierno? Pero juzgólo Dios por tan mal hecho, que por eso le castigó con una peste nunca vista semejante, que en tan breve tiempo mató a tantos (2 Sam., 24, 15). Saúl, cuando se tardaba Samuel, y sacrificó apretado de los enemigos, pensó que hacía un acto de las mayores virtudes que hay, que es de religión; y Dios lo calificó por tan grave pecado, que por tal le reprobó. ¿Quién juzgara que no fuese acto de gran magnanimidad y clemencia cuando el rey Acab, habiendo vencido a Benadad, rey de Siria, se hubo con él tan humano, que le perdonó la vida y dió lugar en su carroza real? Pues esto, que los hombres alabaron, desagradó tanto a Dios, que le envió un profeta para que dijese al rey Acab cómo él había de ser muerto por ello, y había de llevar la pena él y su pueblo que merecía Siria y su rey (1 Reg., 20, 33-36).


Pues si aun en esta vida se han mostrado tan contrarios los juicios de Dios de los humanos, ¿qué será en aquella hora tremenda que está reservada para que cumpla Dios con su justicia? Allí se descubrirá todo, y cubrirá de confusión el pecador con la multitud de sus pecados. ¿Cómo se correrá de verse delante del Rey del Cielo con vestiduras tan manchadas? Entonces se dice uno que está confuso cuando le salen las cosas contrarias a lo que esperaba, o está con más indignidad de lo que le parecía decente. Pues ¿qué confusión será cuando pensando uno hallar virtudes, tope que son vicios sus obras, y juzgando tener servicios, halle ofensas, y esperando premio, halle castigo?

Además de esto, si uno, cuando ha de ir a hablar a un príncipe, va bien vestido, y se corriera de parecer delante de él medio desnudo y enlodado, ¿cómo se avergonzará el pecador de verse delante del Señor de todo, desnudo de buenas obras y enlodado con tantos males abominables y horrendos? Porque fuera de la multitud de sus culpas, de que hallará llenos los días enteros, se le ha de descubrir su gravedad, y se estremecerá de lo que ahora le parece culpa ligera; porque allí verá toda la horribilidad del pecado, verá la disonancia que hace a la razón, la deformidad que causa en el alma, la grandeza de la ofensa que se hace al Señor del mundo, el desagradecimiento a la sangre de Cristo, el daño que se hizo a sí mismo el pecador, el infierno en que cayó por el pecado y la gloria que perdió.

Cada causa de éstas bastaba para cubrir el corazón de luto y llanto inconsolable; todas juntas, ¿qué pasmo y confusión nos causarán? Y más viendo que, no sólo los pecados mortales causan en el alma una monstruosidad horrenda, pero que los veniales aún la deforman más que cualquiera outra monstruosidad corporal se puede imaginar. Si la vista de sólo un demonio es tan horrible, que dijeron muchos siervos de Dios que escogerían antes padecer todos los tormentos de esta vida que verle por un momento, siendo toda su fealdad sólo la que le pegó un pecado mortal, porque por su naturaleza fueron los demonios muy hermosos, ¿cómo estará allí el pecador, no sólo viendo al demonio con toda su fealdad, que le acusa rabiosamente, pero a sí mismo con igual fealdade, y podrá ser que mayor que la de muchos demonios, con tantas deformidades como pecados tuviere mortales y veniales? Evitelos ahora, porque todos han de salir a plaza, y de todo le han de pedir cuenta hasta el último maravedi.

No ha de ser esta cuenta a bulto, no ha de ser por piezas mayores. Hasta el más mínimo pecado se ha de descubrir y desenvolver, y de él le han de pedir cuenta. ¿Qué señor hay que así tome cuentas a su mayordomo, que le pregunte por un cabo de agujeta, y a su tesorero no le deje pasar una blanca sin que le diga cómo la gastó? El derecho humano dispone que no ha de hacer tribunal el juez de cosas pequeñas; pero en el juicio divino no se ha de pedir menos diligentemente cuenta de lo más pequeño que de lo más grande.

En lo que ha sucedido a muchos siervos de Dios, aun antes de salir de esta vida, se podrá echar de ver el rigor con que se tomará esta cuenta después de la muerte. San Juan Clímaco escribe de un monje que deseó mucho vivir en soledad y quietud; el cual después de haberse ejercitado en los trabajos de la vida monástica muchos años y alcanzado gracia de lágrimas y de ayunos, con outros privilegios de virtudes, edificó una celda a la raiz del monte donde Elías, en los tiempos pasados, vió aquella sagrada visión. Este Padre, de tan tigurosa vida, deseando aún mayor rigor y trabajo de penitencia, pasóse de allí a outro lugar llamado Sides, que era de los monjes anacoretas que viven en la soledad; y después de haber vivido com grandísimo rigor en esta manera de vida (por estar aquel lugar apartado de toda humana consolación y fuera de todo camino y desviado setenta millas de poblado), al fin de la vida vínose de allí, deseando morar en la primera celda de aquel sagrado monte. Tenía él allí dos discipulos muy religiosos de la tierra de Palestina, que tenían en guarda la dicha celda, y después de haber vivido unos pocos días en ella, cayó en una enfermedad de que murió. Un día, pues, antes de su muerte, súbitamente quedó atónito y pasmado, y teniendo los ojos abiertos, miraba a la una parte del lecho y a la outra; y como si estuvieran allí algunos que le pidieran cuenta, respondía él en presencia de todos los que allí estaban, diciendo algunas veces: “Así es cierto; mas por eso ayuné tantos años”. Otras veces decía: “No es así ciertamente; mentís, no hice eso”. Otras decía: “Así es verdad, así es; mas lloré y serví tantas veces a los prójimos”. Y outra vez dijo: “Verdaderamente me acusáis; así es, y no tengo que decir sino que hay en Dios misericordia”. Y era por cierto espectáculo horrible y temeroso ver aquel invisible y riguroso juicio. ¡Miserable de mí! (dice el Santo), ¿qué será de mí?, pues aquel tan gran seguidor de soledad y quietud decía que no tenía qué responder, el cual había cuarenta años que era monje y había alvanzado la gracia de las lágrimas. ¡Ay de mí!, ¡ay de mí!, algunos hubo (añade San Juan Clímaco) que me afirmaron que estando este Padre en el yermo daba de comer a un leopardo por su mano; y siendo tal, partió de esta vida pidiéndosele tan estreche cuenta, dejándonos inciertos cuál fuese su juicio y término, y cual la sentencia y determinación de su causa.

En las Crónicas de los Menores se escribe que estando un novicio de la Orden de San Francisco ya casi fuera de sí peleando con la muerte, dió una terrible voz, diciendo: “¡Ay de mí!” Poco después dijo: “Pesa fielmente”. No tardó mucho que replicó: “Poned algo de los merecimientos de la Pasión de nuestro Señor Jesucristo”. Y luego dijo: “Ahora está bien”. Maravilláronse mucho los religiosos que un mozo tan inocente dijese cosas tan temerosas y con tan extraño sonido. Al cual, volviendo em sí, pidieron que les declarase la significación de aquellas palabras y vocês. Respondióles: “Vi que en el juicio de Dios se tomaba tan estrecha cuenta de las palabras ociosas y de outras cosas pequeñas, y pesábanlas tan sutilmente, que los merecimientos respecto de los males eran casi nada; y por esto di aquella primera y triste voz. Depués vi que los males eran con mucha diligencia pesados, y que hacían poca cuenta de los bienes; por eso dije la segunda palabra. Y viendo que los bienes eran tan pocos, o casi ningunos, para ser justificado, dije la tercera. Y como con los méritos de la Pasión de Cristo pesase más la balanza donde estaban los bienes que yo había hecho, luego fué dada la sentencia en mi favor, por lo cual dije: “Ahora bien está”. Dichas estas palabras, dió su espiritu al Señor.



Fonte: V. P. Juan Eusebio Nieremberg, S.J., “Diferencia Entre Lo Temporal Y Eterno y Crisol De Desengaños”, Libro II, Cap. 4º, Art. II, pp. 155-163. Cuarta Edición, Apostolado de La Prensa, S. A., Madrid, 1949.


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