terça-feira, 21 de fevereiro de 2012
El hombre moderno rechaza muchas veces a Cristo porque no quiere de
dejar de vivir según la moda. Si Cristo es nuestro Rey, no puede ser
nuestro ídolo la moda. Donde reina Cristo, no puede tener su cetro la
frivolidad. Donde reina Cristo, no es lícito vestirse, bailar y divertirse
de la manera como lo hace el hombre pagano, superficial y vano...
«¿Qué tiene que ver la Iglesia con la moda? —así se quejan muchas
mujeres—. ¿Por qué razón, con qué derecho se inmiscuye en tales
cuestiones? ¿Qué hay de malo en que el cabello de las mujeres sea corto o
sea largo? ¿O que su falda llegue cinco centímetros más abajo o más
arriba? Según mi sentir, el que una mujer lleve la falda y la
cabellera cinco centímetros más o menos corta no importa.
Pero sí importa, y mucho, aquella concepción pagana que busca
únicamente a excitar los sentidos; una concepción del mundo y de la vida
que se revela en la moda, en el vestir, en el baile, en el lujo y en el
gran mercado de las demás vanidades, y que, ahogando la estética en lo
erótico, recuerda de una manera espantosa aquella era pagana en que la
mayoría de los templos se levantaban en honor de Venus Afrodita.
Solemos decir que Dios nos dejó tres recuerdos del Paraíso: el
fulgor de las estrellas, la fragancia de las flores y la sonrisa que asoma
en los ojos infantiles. Por lo menos, los católicos que sienten debilidad
por las exageraciones de la moda deberían pensar que al escandalizar los
ojos inocentes van suprimiendo en el mundo los recuerdos hartos escasos
del Paraíso.
El índice de la elevación moral de un pueblo siempre ha sido el
respeto que se tiene a la mujer y la manera como la mujer sabe respetarse
a sí misma. Pues bien: si podemos fiarnos de esta balanza, hemos de
afirmar que nos hallamos ante un desastre. Y hemos de confesar que las
mujeres tienen tanta culpa como los hombres.
Porque lo que se hace hoy, esa orgía del maquillaje,
del desnudismo, de bailes frívolos; esa licencia que cunde en el
trato de muchachos y de muchachas, y esa anarquía que devasta
todos los modales sociales, ese lujo desmedido, que ya llega al lujo
de Popea, la esposa de Nerón, que se bañaba diariamente en la
leche de quinientas burras, o a la locura de las mujeres de Pompeya,
que se pintaban las cejas con huevos de hormigas y se ungían
los cabellos con grasa de oso y sangre de lechuza, y llevaban
puestas diecisiete sortijas..., todo ello es algo más que mera divagación
en punto a moda: es una llaga espantosa que al final del
segundo milenio de la Era Cristiana se abre en el alma nuevamente pagana.
El fin oculto de la moda se dirige a expulsar el Cristianismo del
mayor número de lugares posibles, arrancarle a Cristo más y más
discípulos. Por tanto, no se trata ya de una alma sola, de una familia,
sino de una cuestión trascendental y decisiva, a saber: de que en toda la
vida social, en todas nuestras manifestaciones, tengamos o no la mira
puesta en Cristo. ¡Sí! Esta es la gran cuestión.
Ciencia, filosofía, política, diplomacia, masonería,
literatura, arte, legislación..., todo, todo esto ya intentó abatir al
Cristianismo.
Fue inútil. Todos juntos no fueron capaces de desterrar a Cristo.
Entonces se echó mano de una nueva arma: la vanidad de la mujer.
¿Se ven ya las profundas raíces de la cuestión? Se trata de la guerra
contra Cristo. Concedo que la mayoría de las mujeres, cuando se inclinan
ante la moda, no saben que son instrumentos de una traidora campaña. No se
percatan de que el paganismo quiere abrirse camino de nuevo. Paganismo es
el vestido transparente.
Paganismo es el baile indecoroso. La frivolidad espantosa de las
playas, el veneno de los cines, el lujo exorbitante..., todo esto es
paganismo.
La Iglesia reconoce la legitimidad de la diversión honrada,
del cuidado del cuerpo, de la moda sensata y del vestir elegante;
pero bajo una condición: no olvidar nunca que el alma vale más que
el cuerpo y que por encima de la estética está la moral.
* * *
Cuando se trata de los intereses eternos de las almas, allí
la Iglesia católica no cede, no contemporiza. No contemporizó
con reyes frívolos, que en su obstinación arrancaron millones
de hombres del seno de la Iglesia. Tampoco contemporiza con la moda
frívola.
El animal no puede comer sino lo que le indica su instinto,
ni puede vestirse con otra piel u otro plumaje; es decir, «ha de
seguir la moda» que le prescribe su propia naturaleza. Pero el hombre
no es lo mismo. Al hombre le dotó el Creador de inteligencia para
que regule sus actos. El hombre, por tanto, escoge los
manjares, cambia los muebles de su casa, cambia también sus trajes;
y cuando se esfuerza por poner arte en la materia muerta, en el modo
de preparar la comida, de arreglar la casa y de vestirse, demuestra con
ello una superioridad espiritual.
Este esfuerzo del hombre es completamente natural, lícito y justo
hasta..., ¿hasta dónde?..., hasta que pone neciamente en peligro la salud
del cuerpo o hasta que intenta excitar las bajas concupiscencias. Aquí
tenemos el doble tope; hasta aquí es lícito seguir la moda. Por tanto,
sólo en el caso de qué se rebasen estos límites hemos de oponer nuestro
veto. Aquí está el criterio recto. El Cristianismo nunca cayó en
exageraciones; sólo levanta la voz donde ve peligro.
* * *
¡Los mártires de la moda! Hace un frío que pela. Voy por
la calle. Los hombres se encogen ateridos de frío bajo el cuello de
su abrigo. Dios atiende a los mismos animales; y así tienen un abrigo de
piel para el invierno. Pero las pobres mujeres son esclavas de la moda,
que las obliga a temblar, llevando, con un frío que hiela, cuello escotado
o una falda muy corta.
La diosa de la moda pagana es Venus; la reina de la belleza sin
tacha es la Virgen Madre, cuyo ideal, blanco como la nieve, se refleja en
la personalidad afable, recatada, espiritual de la mujer cristiana. Es lo
que quisiera yo hacer comprender a las que se someten sin reparo a las
exageraciones y ligerezas de la moda, a pesar de que no lo hagan con
malicia.
Despótico y tirano ha de ser el poder de la moda, cuando muchas
veces, aun mujeres respetables, tienen que vestirse de tal manera que no
lo parezcan.
Y, en verdad, yo creo a las mujeres que se disculpan; creo que no
se visten de un modo tan frívolo por gusto, y que su alma dista mucho de
ser tal como lo dan a sospechar sus trajes. No obstante, ya que causan
escándalo, he de repetirles lo que ya en el siglo V, antes de Jesucristo,
dijo el sumo sacerdote de las Vestales a una de ellas, acusada de
inmoralidad, aunque inocente, según se pudo comprobar después: Si en tu
comportamiento y en el modo de vestirte hubieras sido más recatada, los
hombres te habrían tenido en más alta estima. La frivolidad en el vestir
no sienta bien a la muchacha que mucho aprecia la honradez y la buena
fama.
(Cristiano en el siglo XX - Monsenhor Tihamér Tóth, 1951)